Todo parece normal, pero no lo es

¿Y si ya estamos viviendo una distopía sin darnos cuenta?

Todos hemos oído hablar de la utopía: ese sueño de un mundo donde todo funciona bien. Donde las personas viven en paz, se respetan, se cuidan. Donde hay justicia, amor, comunidad. La utopía es una brújula. Un deseo compartido. Un “ojalá”.

La distopía, en cambio, es una advertencia. Es imaginar qué puede pasar si seguimos perdiendo lo esencial: la libertad, la empatía, el sentido común, el respeto por la vida y por el planeta.

Y no hace falta que venga un dictador o una catástrofe. La distopía entra en nuestras vidas sin ruido.
Se instala poco a poco, mientras estamos distraídos. Y cuando queremos darnos cuenta… ya es costumbre.

Aquí mismo, en nuestra isla, ya vemos señales. Los mayores viven solos. Los jóvenes están saturados. El alquiler es inasumible. Los barrios se vacían. El trabajo ya no alcanza, ni para vivir con tranquilidad ni para hacer planes de futuro. Las tradiciones se convierten en eventos para turistas o selfies. Las romerías pierden su esencia, se vacían de alma y de raíz.

Y es que la globalización uniforma los gustos y borra la memoria. Cada vez más jóvenes no saben de dónde vienen, ni sienten que pertenezcan a algo propio, único, diferente.

La tierra que antes se cultivaba, ahora se olvida; la naturaleza se urbaniza; y lo que nos hacía comunidad se va apagando, sin darnos cuenta. Nos dicen que es desarrollo. Pero no lo sentimos así.

Mientras tanto, las camillas se acumulan en los pasillos de urgencias, pero en 2027 se inaugurá un estadio de más de 200 millones de euros con sonrisas y banderas. Las prioridades de las administraciones hablan por sí solas. Y no siempre hacen lo que la ciudadanía necesita.

Canarias entera vive entre dos mundos: el paraíso que se vende en folletos turísticos y la realidad de quien intenta llegar a fin de mes. Cada vez cuesta más tener una casa. Cada vez hay más colas para conseguir atención médica o ayuda. Cada vez hay más desigualdad. Y mientras tanto, el turismo masivo sigue creciendo. La tierra se vende. El agua escasea. Y lo importante, la vida comunitaria, el entorno, el cuidado mutuo, se va diluyendo.

En el resto del país también hay síntomas: polarización, crispación, enfrentamientos. Una política que muchas veces parece más un espectáculo que un servicio público. Demasiado ego. Demasiadas estrategias de marketing. Y poca escucha real. Los problemas urgentes, la salud mental, la precariedad, la vivienda, el abandono rural, la educación emocional, quedan siempre para después.
Como si lo humano no fuera prioritario.

Europa fue un sueño de paz. Hoy parece más una fortaleza. Cierra fronteras a quienes huyen del hambre o la guerra. Mira hacia otro lado ante el sufrimiento. Normaliza regímenes que violan derechos humanos… si conviene económicamente. Firma acuerdos que priorizan el comercio, no la vida. Y eso, aunque no lo digan, también es distopía.

A escala global, la distopía ya está aquí: Guerras que nunca terminan, como en Gaza o Ucrania. Genocidios que se tapan con diplomacia. Selvas que arden por soja y ganado. Océanos llenos de plástico. Personas desplazadas, perseguidas, desechadas. Corporaciones más poderosas que gobiernos. La economía global funcionando como si el planeta fuera infinito… y desechable. La avaricia manda. El poder se blinda. Y la vida, simplemente, se desprecia.

¿Y si ya estamos dentro? Quizá no vivimos en una dictadura clásica. Pero sí en una distopía silenciosa, disfrazada de normalidad. Donde todo parece permitido, pero muchas personas no pueden vivir con dignidad.

Donde hay pantallas por todas partes, pero faltan abrazos, tiempo y conversación. Donde todo está conectado… pero nos sentimos cada vez más solos.

Y donde cada vez es más complicado distinguir un bulo, una mentira, de una verdad. Porque cuando se manipula la información, se debilita la confianza. Y sin confianza, la sociedad se fragmenta, se enfrenta, se rompe.

Y, aún así, muchos políticos siguen en su burbuja: inauguraciones, foros internacionales, discursos huecos. Parece que están más preocupados por su imagen que por escuchar a la gente. La ciudadanía no necesita más fotos. Necesita soluciones reales: vivienda, salud, educación, cercanía. Y sobre todo, necesita recuperar el respeto por lo común. Eso que se pierde cuando el ego de quienes mandan pesa más que el bien de todos.

Nos dicen que la inteligencia artificial lo cambiará todo. Y es verdad. Pero… ¿a qué precio? Muchos trabajos van a desaparecer. Muchas decisiones se tomarán por algoritmos. Y si no ponemos límites, si no pensamos con calma y con ética, podemos acabar viviendo en un mundo donde las máquinas lo deciden todo... La tecnología no es el problema. El problema es usarla sin alma, sin conciencia, sin humanidad.

El otro gran problema: la falta de educación emocional. Nos enseñan a competir, pero no a cooperar. A memorizar datos, pero no a expresar lo que sentimos. A ser productivos, pero no a ser felices. Y así, crecemos con miedo, con rabia, con frustración… sin saber ponerle nombre a lo que nos pasa. Y en esa confusión, aparecen el odio, el desprecio, la violencia. Una sociedad sin educación emocional es una sociedad que se rompe por dentro. Y eso, también, es parte de la distopía.

Cada vez más personas, sobre todo jóvenes, recurren a algo externo para poder desconectar. El alcohol está tan normalizado que muchas veces ni se considera una droga. Los porros, igual. Y detrás vienen las pastillas, la cocaína, las apuestas, el porno, las redes sociales. Cuesta encontrar un grupo de adolescentes que se divierta sin consumir nada. Parece que la única forma de soltar, de atreverse, de evadirse… es a través de alguna sustancia. 

Pero eso no es libertad. Es señal de un vacío más profundo. Un síntoma de que algo va mal en una sociedad que no ofrece espacios reales de encuentro, de alegría compartida, de conexión sin máscaras ni adicciones.

Aún estamos a tiempo. No para volver al pasado. Sino para elegir otra forma de avanzar.

Volver a lo sencillo: Mirar a los ojos. Compartir la mesa. Escuchar sin juzgar. Pensar antes de actuar. Sentir antes de opinar. Cuidar antes de consumir. Recuperar la política como servicio.

La economía al servicio de la vida. La tecnología al servicio del bien común. La comunidad como refugio y fuerza.

Una utopía es el horizonte que nos guía. Una distopía es el muro que nos espera si no reaccionamos.

Y estamos justo en el cruce. Todavía hay esperanza, pero solo si decidimos construir la utopía: ese lugar donde podamos vivir felices, plenos, conscientes, los cuatro días que nos quedan de vida. Que estamos de paso, y que tan fácilmente se nos olvida.

Ojalá te sirva.