Todo parece normal, pero no lo es

¿Te acuerdas de cómo imaginábamos un mundo mejor? Un lugar donde vivir en paz, donde las personas se cuidan, se respetan, se acompañan. Donde hay justicia, alegría, comunidad. Donde nadie sobra. Donde todas tienen un sitio. Eso que alguna vez soñamos… a eso se le llama utopía.

No es un lugar perfecto. Pero sí una dirección. Una brújula. Un horizonte que inspira. Un “ojalá” que nos recuerda lo que vale la pena.

La distopía, en cambio, es lo contrario. Es lo que pasa cuando todo lo importante se ha perdido. Cuando ya no se respeta la vida, ni a las personas, ni al planeta. Cuando la tecnología avanza, pero la humanidad se rompe. Cuando hay progreso por fuera… pero vacío por dentro. Y lo más inquietante es que no siempre llega con guerras o dictaduras. A veces entra poco a poco. Se cuela en lo cotidiano. Y sin darnos cuenta, se convierte en costumbre. Todo parece normal, pero no lo es.

Solo hay que mirar al mundo. En Gaza, por ejemplo, vemos cada día cómo bombardean escuelas, hospitales, barrios enteros. Vemos morir niños, familias completas… en directo. Y el que no muere por las bombas, muere de hambre (no sé qué es peor). Y el mundo mira, se indigna un rato… y calla. Eso también es distopía: ver como se comete un genocidio y no hacer nada para detenerlo.

En Ucrania, en Sudán, en tantos lugares… las guerras se repiten. Las selvas arden para plantar soja. Los mares se llenan de plástico. Cada vez hay más pobreza, más destrucción, más indiferencia.

Trump actúa como un matón de colegio: chantajea, impone, amenaza. Y Europa… traga. Acepta condiciones que no debería aceptar. Los gobiernos destinan más y más dinero a armas. Se habla de seguridad, pero lo que se prepara es la guerra. Porque detrás de cada conflicto hay negocios muy rentables: empresas de armas, constructoras... Y eso lo pagamos entre todos: con recortes en sanidad y educación, con más impuestos, con menos derechos, con más miedo y más desigualdad.

Se toleran gobiernos autoritarios si eso ayuda a cerrar tratos comerciales. Muchas de las personas que hoy intentan llegar a nuestras costas vienen de países a los que Europa misma saqueó durante décadas. Robamos recursos, esclavizamos pueblos, esquilmamos tierras y seguimos explotando sus materias primas a precio de miseria. Y ahora, cuando huyen del hambre o de la guerra, no solo les cerramos la puerta: les negamos la posibilidad de vivir. No ayudamos, no reparamos el daño, no compensamos lo robado. Y encima nos quejamos de que vengan. Eso también es distopía: creernos inocentes en un sistema construido sobre la injusticia.

En España, la política se ha convertido en un espectáculo. Mucho ruido, muchos eslóganes, muchas fotos. Pero poca verdad. Poca escucha. Poco cuidado. Y mientras tanto, los problemas reales se acumulan: la salud mental, la vivienda, la precariedad, la educación emocional, el abandono del mundo rural… todo eso queda siempre para después.

En Canarias, la distancia entre lo que se dice y lo que se vive es cada vez mayor. Por un lado, el paraíso turístico. Por otro, la realidad de quien no puede pagar el alquiler, ni encontrar una cita médica, ni salir adelante con su salario. Las personas mayores ya no solo se quedan solas en casa… muchas mueren solas. Sin compañía, sin ayuda. La Ley de Dependencia no funciona como debería. Miles de personas mueren esperando que se les reconozca su derecho. Y una sociedad que no cuida a sus mayores, a sus dependientes, a quienes más han dado… dice mucho. Y no dice bien.

En Gran Canaria, hay barrios donde ya casi no queda vida comunitaria. La gente se va porque no puede pagar el alquiler o porque no encuentra trabajo cerca. Se vacían de vecindad, de infancia, de raíz. El agua escasea. Y mientras tanto, se construyen estadios de 200 millones de euros. Las prioridades hablan. Y no siempre dicen lo que deberían. Y eso duele.

La juventud vive con ansiedad, sin ilusión, sin perspectivas de futuro. Las tradiciones, como las romerías, pierden su sentido profundo y se transforman en espectáculo. Y lo que nos hacía comunidad, los vínculos, la memoria, el cuidado, se va perdiendo sin hacer ruido.

A eso se suma otra ausencia fundamental: la participación ciudadana. La gente ya no es escuchada, ni llamada a decidir. Las decisiones importantes se toman desde arriba, sin consulta, sin debate. Y muchos de quienes ocupan cargos públicos se han convertido en políticos profesionales, más preocupados por su carrera que por servir a las personas. La política se aleja. La gente se cansa. Y lo común se rompe.

Y en lo personal, en lo íntimo, también lo notamos. Vivimos acelerados, desbordados, irritables. Nos cuesta saber qué sentimos. Nos cuesta pedir ayuda. Nos enseñaron a competir, pero no a cooperar. A sacar notas, pero no a gestionar emociones. A obedecer, pero no a pensar por nosotros mismos. Por eso muchas personas, sobre todo jóvenes, buscan cómo escapar: Alcohol, porros, pastillas, apuestas, porno, redes sociales. Porque parece que la única forma de soltarse, de sentir algo, de evadirse… es consumiendo. Esto es señal de un vacío profundo. De que esta sociedad no está ofreciendo ni sentido, ni pertenencia, ni futuro.

Y así, confundidas, muchas personas terminan tomando decisiones sin pensar. Desde el miedo, desde el cansancio, desde la desesperación. Porque cuando se pierde el sentido común y no hay apoyo emocional… casi cualquier cosa parece válida. Pero no lo es.

Y no, no podemos pasar de la política. Sería un error. Lo que necesitamos es justo lo contrario: implicarnos más, exigir más, recuperar el control de lo que nos afecta. No podemos seguir alimentando este circo. Queremos que los problemas se resuelvan, que la convivencia sea buena, que nuestros impuestos sirvan para algo útil, que la gente pueda vivir tranquila, tener una casa, un trabajo digno y ser feliz. Necesitamos un acuerdo de mínimos, un compromiso colectivo que devuelva el sentido a lo público. Y eso solo lo lograremos si dejamos de mirar desde fuera y volvemos a entrar, no como espectadores… sino como protagonistas.

Tal vez no salvemos el mundo entero. Tal vez el sistema global esté herido de muerte. Pero aún podemos salvar lo que tenemos cerca. Nuestra casa. Nuestro barrio. Nuestro pueblo. Nuestra isla. Nuestra gente. No es resignarse, es enfocar la energía donde aún puede florecer algo. Y cuando cuidamos nuestro pedacito de mundo, con conciencia, con amor y con firmeza… eso también es transformar el mundo.

No des por normal lo que no es bueno. No aceptes como inevitable lo que no es justo. No te calles cuando algo te duele por dentro. Pensar por ti mismo ya es un acto de valentía. Hablar con alma, también. Toma decisiones con amor, con ética, con conciencia. Da los pasos que puedas: únete, comparte, denuncia. Aunque solo sea para no olvidar quién eres. Aunque solo sea para sembrar conciencia. Aunque solo sea para no vivir dormido.

Cada gesto cuenta. Cada semilla de conciencia que sembramos… puede hacer florecer otra forma de estar en el mundo. Ojalá te sirva.