Si participamos, todo cambia

Está demostrado: si no participamos de forma constante, con información y de manera organizada, la democracia se debilita y queda en manos del oportunismo y de la desilusión.

Si solo participamos y decidimos cada cuatro años, votando en las elecciones, corremos el riesgo de que el enfado acumulado, cuando las cosas no van bien, se traduzca en un voto de castigo. Se vota otra opción no porque se confíe en ella, sino simplemente para que no sigan los que están. Y eso es un terreno peligroso, porque a veces el remedio puede ser peor que la enfermedad. 

Participar no es solo votar. No es rellenar un formulario. No es opinar en una encuesta que no compromete a nada ni a nadie. Participar de verdad es tener voz, tener espacios reales para pensar lo común, para decidir lo que nos afecta, para transformar lo que no funciona, para formular propuestas. Es crear comunidad. Construir poder colectivo desde abajo. Tener garantías de que lo que se dice, se recoge. Y lo que se recoge, se valora y se ejecuta.

Hoy, en Gran Canaria, la participación ciudadana se reduce muchas veces a un decorado. Un ejemplo de ello es el que ocurrió hace unas semanas. El Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria impulsó una consulta ciudadana para elegir el futuro diseño del paseo del Guiniguada. Sobre el papel, parecía una buena iniciativa. Pero si uno se detiene a mirar los detalles, se encuentra con una verdad incómoda: la opinión de la ciudadanía solo valía un 10% del resultado final. El otro 90% lo decidía un jurado técnico. No hubo deliberación previa, no se facilitaron espacios comunitarios para debatir, no se dotó de medios para que la gente pudiera comprender a fondo los proyectos ni preguntar dudas. No se promovieron procesos pedagógicos ni se aseguró el acceso en condiciones de igualdad. Por todo esto, la participación fue escasísima: apenas votaron 1.481 personas de una población de más de 380.000 habitantes. Un 0,4%. Una cifra que, por sí sola, debería bastar para revisar todo el modelo.

En definitiva, fue una consulta simbólica, con forma democrática, pero sin contenido real. Un envoltorio participativo para decisiones ya tomadas. Un gesto que podría haberse transformado en una oportunidad, pero que quedó en gesto. Y lo peor es que no es un caso aislado.

El Cabildo de Gran Canaria aprobó en septiembre de 2018 su Reglamento Orgánico de Participación Ciudadana, incorporando el 90% de las propuestas ciudadanas recibidas. Lo plantearon como una bandera de su proyecto: transparencia, nueva gobernanza, escucha activa. Se dijo que este reglamento marcaría un antes y un después. Pero desde entonces, ese reglamento duerme. No se divulga. No se aplica de forma sistemática. No se convoca. No tiene estructura, ni dotación, ni seguimiento. Y lo más preocupante: no ha generado una cultura política distinta.

No hay un equipo técnico asignado específicamente para dinamizar estos procesos. No se han creado estructuras permanentes de deliberación. No se ha evaluado el cumplimiento de los objetivos que se fijaron en su momento. No se han sistematizado los aprendizajes de estos años ni se ha hecho balance de lo que ha funcionado y lo que no. Apenas quedan dos años de mandato. Sería un buen momento para hacer una auditoría participativa y replantear todo esto, si de verdad se quiere cumplir con lo prometido.

Porque sin estructura no hay participación. Sin personal no hay dinamización. Sin presupuesto no hay transformación. No basta con buenas intenciones ni con reglamentos dormidos. Hace falta una apuesta clara, sostenida y valiente.

Y si queremos tomarnos en serio esto de la democracia participativa, quizá ya sea hora de plantear una área específica e independiente para la participación ciudadana. Como se hizo con Igualdad, que pasó de ser un servicio más dentro de Política Social a convertirse en una consejería con entidad propia. Porque la participación también necesita eso: entidad. Reconocimiento institucional. Capacidad de acción transversal. Estructura. Legitimidad política y recursos reales.

En este camino, hay una figura clave que sigue infravalorada: la educación social. Las educadoras y educadores sociales podrían desempeñar un papel central en el acompañamiento a los colectivos, la dinamización de procesos, la mediación entre instituciones y ciudadanía, y la formación en valores democráticos y participativos. Sin embargo, son profesionales que apenas se contratan para estas tareas. Y es un error estratégico: sin educación, no hay transformación sostenible. Sin mediación, no hay confianza. Sin acompañamiento, no hay proceso vivo.

También sería necesario hacer un diagnóstico serio de la vida asociativa actual en la isla. ¿Cuántas asociaciones hay registradas? ¿Cuántas están realmente activas? ¿Cuántas están formadas por apenas dos o tres personas? ¿Cuántas tienen una base social mínima? ¿Existen asociaciones pantalla o camufladas pero en realidad son empresas? ¿Cómo se distribuyen geográficamente? Sin esta fotografía realista, es imposible planificar políticas efectivas. La participación no puede depender de estructuras que ya no existen o que solo operan en el papel. Necesitamos saber con qué contamos, qué nos falta, y qué podría reactivarse si se crean las condiciones adecuadas.

Mientras tanto, se siguen concediendo subvenciones a colectivos vecinales, culturales, sociales. Y sí, son necesarias. Muchas asociaciones las necesitan para pagar el alquiler del local, la luz, el agua, el seguro, o para sacar adelante actividades mínimas. Pero eso no es participación. Eso es sostenimiento. Supervivencia. Mantenimiento.

La propia convocatoria de subvenciones del Cabildo distingue entre una línea A, centrada en el fomento de la participación, y una línea B, orientada al fortalecimiento asociativo. La teoría suena bien: formación, innovación, asesoramiento, trabajo en red, uso de TIC, objetivos de desarrollo sostenible. Pero en la práctica, la mayor parte de los fondos se destinan a acciones puntuales que no dejan estructura ni procesos permanentes. Además, los trámites son complejos y las entidades pequeñas se quedan fuera.

Es necesario ir más allá. Realizar un mapa vivo del tejido asociativo. Evaluar el impacto real de las subvenciones. Crear una línea específica para contratar educadores sociales. Y poner en marcha, por fin, una estructura permanente de participación que tenga entidad propia, que forme, que escuche, que decida junto a la ciudadanía.

Y si no se hace, no es por falta de ideas ni de herramientas. Es por falta de voluntad. Porque incluso en gobiernos que se dicen progresistas, compartir poder sigue dando miedo. Porque muchas veces se prioriza la gestión técnica sobre el alma democrática. Porque se sigue entendiendo la participación como una amenaza o un obstáculo, en lugar de verla como una riqueza.

Pero aún estamos a tiempo. Hay reglamentos. Hay plataformas digitales. Hay experiencias inspiradoras. Hay colectivos con ganas de implicarse. Hay sabiduría en la ciudadanía. Faltan medios. Falta estructura. Falta una decisión política clara: ¡ahora sí, vamos a poner la participación en el centro!

Y esa decisión puede cambiarlo todo. Puede abrir un ciclo nuevo donde las personas no solo sean usuarias, sino protagonistas. Donde la democracia deje de ser representativa y empiece a ser comunitaria. Donde la gestión de lo común no se delegue, sino se comparta.

Porque sí, una buena participación es posible. Hay ejemplos reales. En Suiza, la ciudadanía decide directamente sobre cuestiones clave a través de referéndum vinculantes y consultas deliberativas frecuentes. No es utopía: es voluntad política.