Puntos limpios, barrancos sucios

Hay normas que nacen para resolver un problema y acaban creando otros nuevos. Medidas bienintencionadas, pero con efectos inesperados.

Porque a veces, cuando se actúa para poner orden, lo que se consigue es trasladar el desorden a otro sitio. Y eso ocurre cuando se olvida que todo está conectado, que las realidades sociales, ambientales y administrativas no son compartimentos estancos. No basta con atender las consecuencias: hay que mirar también las causas, las relaciones entre áreas, los efectos cruzados entre instituciones, la complejidad de los problemas y la interdependencia de las soluciones.

Solo cuando entendamos que el territorio funciona como un organismo vivo —donde cada decisión afecta al resto— podremos empezar a resolver de verdad lo que hoy solo intentamos contener.

Eso podría pasar con la reciente medida del Cabildo de Gran Canaria para limitar el depósito de escombros en los puntos limpios. La intención es buena y necesaria: evitar abusos y garantizar que el servicio se use correctamente. Los gestores de residuos llevan tiempo soportando prácticas irregulares que encarecen la gestión. Poner límites es, en ese sentido, comprensible.

Pero como ocurre en tantos temas ambientales, el problema es más profundo y más amplio que una simple norma: Limitar la cantidad por persona y día puede aliviar la presión sobre los puntos limpios, pero también puede provocar efectos indeseados: más vertidos ilegales, más basura en los barrancos, más carga para los ayuntamientos. Y eso nos devuelve siempre al mismo punto: cuando cada institución resuelve “su” parte del problema, alguien acaba heredando el resto.

Es verdad que cada administración tiene sus competencias, y es lógico que cada una asuma su responsabilidad. El problema aparece cuando una institución, en este caso el Cabildo, se ve sobrecargada. Entonces se pone un límite razonable —“hasta aquí llego yo”— y se espera que los demás actúen. Pero cuando eso no ocurre, la consecuencia es que el sistema se resquebraja. 

El Cabildo pone el tope, algunos ciudadanos no lo entienden, no lo comparten, no lo asumen y, desgraciadamente, acaban tirando los escombros donde les da la gana. Y después, si los ayuntamientos no lo recogen, los perjudicados son los mismos de siempre: la ciudadanía y el territorio.

Por eso no se trata solo de que cada uno cumpla con su competencia y ya está, sino de hacerlo de forma coordinada y eficaz.

Porque si no, sucede lo que ya vemos: un ayuntamiento puede estar haciendo bien su trabajo, pero los residuos pueden terminar en su municipio. Y acabar asumiendo más costes, recogiendo escombros que ni siquiera son de sus vecinos.

Por eso, más que dividir responsabilidades, hay que unir esfuerzos y miradas, para que la gestión sea compartida, coherente y eficaz.

Haría falta sentar a la misma mesa a todos los actores implicados: Cabildo, ayuntamientos, Consejería de Educación, empresas, asociaciones vecinales, ecologistas —que ya tienen localizadas las zonas donde se acumulan residuos—, Seprona, Agentes de Medio Ambiente, Policía local y autonómica. Mirar juntos la realidad y diseñar soluciones globales.

Porque ningún vertido es solo un problema de gestión: también es un problema de conciencia. Conciencia de pertenencia, de respeto, de empatía hacia el lugar que habitamos. La conciencia ambiental no se impone con multas ni con carteles: se despierta con ejemplo, educación y orgullo colectivo. 

Una vecina lo resumía con claridad: “Limitar la cantidad de vertidos sólo conseguirá que más gente los tire en barrancos o los abandone en los bordes de la carretera.” Y otro añadía: “No hay que ser muy listo para ver que esto tendrá el efecto contrario.” Tal vez tengan razón. Porque cuando una norma se vuelve difícil de cumplir, no despierta conciencia, despierta trampas. 

Pensemos en algo cotidiano: una persona hace una pequeña reforma en su casa y, claro, genera más de quince sacos de escombros. Los carga en el coche, hace el esfuerzo de ir hasta el punto limpio y allí le dicen que solo pueden recogerle quince. Le quedan otros cinco. Y él no es una empresa ni se dedica a esto, solo quiere cumplir. Pero vive lejos, no puede volver otro día y no entiende por qué no pueden aceptar el resto si es un caso puntual. Y entonces llega el enfado por impotencia. Porque siente que la norma le está invitando, sin quererlo, a incumplirla. Y es cuando muchas personas, desde ese cansancio o esa frustración, acaban dejando los sacos junto a los contenedores o, peor aún, en algún barranco. Está mal, muy mal, no está justificado, pero es la triste realidad.

En el caso de materiales como la uralita, la ciudadanía debe saber que no se puede tirar a la basura ni siquiera en los puntos limpios, porque es un residuo peligroso. Por eso se puso en marcha una campaña específica de recogida gratuita, y fue una buena iniciativa. Quizás habría que aplicar una lógica similar con los escombros domésticos: valorar si compensa recogerlos todos en los puntos limpios, evitando así molestias y comportamientos indeseados. ¿cuánto costaría realmente hacerlo? Así se podrían centrar en controlar a las empresas que generan grandes volúmenes y deben llevarlos al ecoparque pagando por esa gestión.

A veces, mirar el problema desde la empatía no solo es más humano: también resulta más eficiente.

Por otro lado, hace falta vigilancia, por supuesto, y sanciones firmes para quien contamina con descaro. Pero esta será siempre una batalla perdida si no existe compromiso ciudadano. Gran Canaria tiene cientos de barrancos, caminos y rincones imposibles de vigilar las veinticuatro horas del día. Y por mucho que se multipliquen las cámaras, siempre habrá quien no respete nada ni a nadie —el jediondo de toda la vida—, ese que, por más campañas que se hagan, no se da por aludido.

Hace unos meses se lanzó una con un mensaje bienintencionado: “Si no ensucias tu casa con basura, ¿por qué ensucias tu isla?” y “Cuida tu isla, es tu casa.” La idea es bonita, y el mensaje, necesario. Pero el problema no está en las palabras, sino en la educación. La persona responsable ya cuida el paisaje; el que ensucia ni siquiera escucha. Y las campañas, aunque bien planteadas, son carísimas y por sí solas no cambian absolutamente nada. Ningún eslogan despierta conciencia si no va acompañado de ejemplo, seguimiento y educación real.

Por eso lo que necesitamos no son más mensajes, sino educación ambiental permanente, que no se limite a una charla puntual ni a una semana temática. Educación que forme, que emocione, que conecte. Que se respire en las escuelas, en las familias y en la vida cotidiana. 

Podemos seguir aprobando normas y diseñando campañas, pero mientras no aprendamos a sentir la isla como algo propio, todo será un parche. Cuidar este lugar no es un trámite administrativo, es un acto de amor. De respeto a la tierra, al mar y a las personas que vendrán después.

Tal vez la clave esté ahí: en combinar firmeza con cercanía, control con educación, ley con empatía. Porque si seguimos gestionando los problemas por parcelas, seguiremos viendo lo mismo: puntos limpios… y barrancos sucios.