Perros maltratados. La historia interminable

En Gran Canaria llevamos décadas viendo cómo se repite la misma escena: Perros abandonados en descampados, encadenados en fincas, encerrados en jaulas improvisadas, olvidados en azoteas sin agua ni comida, tirados a la basura o dejados morir lentamente.

Cada verano, cuando debería florecer la vida, la tragedia se intensifica. No hablamos de hechos aislados: son cientos en la isla, miles en Canarias. Una herida que nunca cicatriza y que nos retrata como sociedad.

Las noticias sacuden la conciencia de cualquiera que aún la conserve. Hace unos días, en Telde, aparecieron seis perros muertos dentro de un contenedor, envueltos en bolsas. Antes fueron ocho dejados junto a un cementerio, todos sin chip. En Firgas, animales encadenados y desnutridos en condiciones infames. Y lo que llega a la prensa es apenas la punta del iceberg: detrás se esconden miles de historias de sufrimiento invisible que nunca llegan a contarse. No son casos aislados. Desgraciadamente, hay muchos más de los que aparecen en las noticias.

A esto se suma una realidad incómoda: los perros de caza, especialmente los podencos, que aparecen abandonados al terminar la temporada. Muchos cazadores aseguran que se les escaparon, pero la mayoría carece de chip y algunos son hallados muertos. No son todos, pero los que actúan con crueldad dañan a los animales, manchan la imagen de la caza y degradan nuestra convivencia.

En 2019 se firmó el Pacto por el Bienestar Animal de Gran Canaria, con la participación de los 21 municipios, el Colegio de Veterinarios, la Universidad, Seprona y entidades sociales. Fue un paso valiente, una hoja de ruta que incluía educación, esterilización, microchip y tenencia respetuosa de los animales en la vida comunitaria. Sin embargo, sin presupuesto ni personal técnico que garantizara su continuidad, quedó en papel mojado. Actualmente hay ayuntamientos que lo intentan por su cuenta y otros que siguen sin hacer nada.

El abandono, que no deja de ser una forma de maltrato, tiene raíces claras y dolorosas. Muchas familias pensaron que era un juguete, otras que no pueden costear la esterilización, lo que genera camadas no deseadas. El control del microchip es prácticamente inexistente, permitiendo abandonos sin consecuencias. Los costes veterinarios y de alimentación se han disparado. Otra causa importante es la vivienda: encontrar un alquiler en Canarias ya es difícil, pero si tienes perro es casi imposible. Muchos propietarios se ven forzados, con todo el dolor de su alma, a entregar a sus animales porque literalmente no pueden mantenerlos consigo. Y en el otro extremo están quienes no solo abandonan, sino que maltratan directamente. No es indiferencia: es crueldad. Estudios internacionales demuestran que existe un vínculo estrecho entre el maltrato animal y la violencia hacia las personas, especialmente en el ámbito de pareja y familiar.

El problema va más allá de la crueldad directa. Animales abandonados en carreteras suponen un riesgo para la seguridad vial y han provocado accidentes graves. Animales enfermos sin control sanitario pueden transmitir enfermedades. El abandono no es solo un drama para los perros: es también un problema de salud pública y de seguridad ciudadana.

Mientras tanto, el Cabildo y los ayuntamientos destinan millones de euros al año a albergues saturados que no dan abasto. Y sí, hay que seguir invirtiendo en ellos mientras dure la emergencia, porque no podemos dejar a los animales a su suerte. Pero la solución no pasa por crear más albergues. Lo que necesitamos son planes y proyectos que ataquen las causas: esterilizar masivamente, implantar y controlar el microchip, educar y sancionar con rigor.

Conviene recordar que a principios de los años 90 el Cabildo tomó una decisión muy acertada: que no hubiera un albergue en cada municipio, sino un albergue insular, que asumiera la recogida y gestión de los animales abandonados. Aunque fuera una competencia municipal, el Cabildo lo gestionaría de forma directa o indirecta, pasando el coste a los ayuntamientos en función de los animales ingresados. Fue una brillante idea: eficaz, justa y sostenible. Incluso se añadió una condición sensata: solo admitir los animales que pudieran gestionarse, según la capacidad. Sin embargo, hoy no solo existe el albergue insular, sino que también hay albergues municipales y se construyen otros mancomunados. Seguimos errando el tiro. La solución no es levantar más muros, sino evitar que los animales lleguen allí. Con los perros pasa lo mismo que con los incendios: si no inviertes un poco en prevención, al final gastas una fortuna en la extinción, atención.

Las protectoras merecen un reconocimiento especial. No solo ahora, sino históricamente, han cargado con una responsabilidad que las administraciones ignoraban. Durante décadas han recogido y cuidado a miles de animales cuando los ayuntamientos miraban para otro lado. Han gestionado adopciones sin descanso, con apenas medios, sosteniéndose únicamente gracias a donaciones y al trabajo voluntario, sin ayudas públicas. Su labor ha sido fundamental para salvar vidas y dar dignidad a quienes la sociedad descartaba. Hoy, además, siguen siendo el último refugio para muchísimos perros y gatos. Y conviene decirlo con claridad: si todos los animales que están atendiendo las protectoras tuvieran que ser asumidos por los ayuntamientos o por el Cabildo, el sistema se colapsaría de inmediato. Si ya ahora las instituciones están desbordadas, sin el colchón que suponen las protectoras estaríamos ante un problema de primer orden. Por eso, además de valorar su trabajo, hay que apoyarlas de verdad, con recursos estables y con la dignidad que merecen.

Hace unos días, tres jóvenes encontraron tres perros abandonados junto a la carretera. Llamaron a la Policía Local de Santa Lucía y les dijeron que no era su competencia. Probaron en Agüimes y tampoco recibieron respuesta, porque la carretera pertenece al Cabildo. La solución que se les ofrecía era dejar allí a los animales o llevárselos ellos. Como si la responsabilidad recayera en el buen ciudadano que intenta ayudar. Al final, tras muchas llamadas, los perros fueron atendidos, pero el episodio demostró lo que ya sabemos: en esta isla todavía no hay coordinación real, ni protocolos claros, ni un compromiso firme con el bienestar animal.

Frente a este panorama, una clínica veterinaria social es una medida imprescindible. Con precios reducidos para las familias con menos recursos, se podrían facilitar esterilizaciones, implantar chips y atender urgencias. No es solo un acto de justicia social, es también una inversión inteligente: más barato que seguir gastando millones en gestionar las consecuencias del abandono. Una medida así evitaría cientos de casos cada año.

Este no es solo un problema de perros, es un espejo de lo que somos. De cómo tratamos a quienes dependen de nosotros. De cuánto valor damos a la vida.

Por eso hago un llamamiento al Cabildo, a los ayuntamientos y a todas las instituciones competentes: siéntense juntos a trabajar. El problema es complejo e insular. Aunque una administración no tenga competencia directa, sí tiene incumbencia. El propio Cabildo gestiona hoy el albergue insular cuando, en rigor, no debería hacerlo al ser los animales abandonados una competencia municipal.

Es hora de coordinar recursos. No se trata de gestionar la crueldad, sino de prevenirla. No de llenar albergues, sino de evitar que abandonen a los animales.

Los perros de Gran Canaria merecen mucho más que una jaula. Merecen vivir con dignidad. Y nosotros merecemos mirarlos sin vergüenza.