Lo que ocurrió con el paseo del Guiniguada no es una anécdota. Es un reflejo perfecto del tipo de participación ciudadana que promueven nuestras instituciones: simulada, decorativa, vacía. 

El Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria organizó una consulta para que la ciudadanía eligiera entre cinco propuestas de diseño. Participaron unas 1.500 personas en una ciudad de más de 380.000. Pero lo peor no es el dato de participación. Lo peor es el engaño de fondo: el voto ciudadano solo contaba un 10% del total. El otro 90%, una abrumadora mayoría, lo decidía un jurado nombrado por el propio Ayuntamiento.

Entonces, ¿para qué haces esa consulta? ¿Para qué ese simulacro? ¿Para qué exponer a la ciudadanía a una farsa disfrazada de proceso democrático? ¿Para qué esa crueldad institucional de hacerles creer que su opinión cuenta?, cuando en realidad no es así. La respuesta es tan cruda como sencilla: para aparentar.

Porque esto no es participación. Se nos permite opinar, pero no decidir. Se nos da una mínima opción para votar algo que no cambiará nada. Se hacen encuestas, se nos deja hablar… pero nunca se nos deja decidir. Porque el sistema no permite que toquemos nada que afecte a los intereses de quienes lo manejan.

El Cabildo de Gran Canaria, gobernado por el mismo pacto (NC y PSOE) desde hace más de diez años, hizo de la participación ciudadana una de sus banderas. Hoy, esa bandera ondea a media asta. Se aprobó un reglamento que apenas se aplica. La estructura técnica es mínima, el presupuesto simbólico, y el impulso institucional, casi inexistente. No hay personal suficiente, ni campañas activas, ni se promueven espacios reales de intervención. Así no se construye una cultura democrática. Así no se transforma nada.

Lo que si se hace es repartir subvenciones a colectivos sociales y vecinales como si eso fuera participación. Pero no lo es. La participación no puede ser solo subvencionar a los colectivos. Repartir dinero no es abrir decisiones. Financiar asociaciones no es escuchar a la ciudadanía. A veces, incluso, se hace esto para neutralizarlas. Para comprar su silencio. Para que no molesten. Para que no cuestionen. Para que se mantengan ocupadas… pero lejos del poder real.

Las plataformas como Participa Gran Canaria permiten a la ciudadanía hacer propuestas, pero son buzones sin salida. Espacios vacíos de consecuencias. Herramientas creadas más para aparentar que para transformar. Se simula apertura, pero todo sigue cerrado. Simulan democracia, pero no toleran que decidamos.

¿Y por qué? Porque el poder no quiere compartir. Prefieren que opinemos, pero no que decidamos. Prefieren que hablemos, pero no que cuestionemos. Prefieren que votemos, pero solo sobre lo que ellos ya han decidido. Decidir molesta. El sistema está diseñado para protegerse, para que el poder no cambie, para que se mantenga entre las mismas manos.

¿Te imaginas una consulta en la que la ciudadanía pudiera votar para rebajar el sueldo de los cargos públicos, reducir el número de asesores o eliminar los privilegios de los políticos? Jamás la permitirían. Nunca formaría parte de sus procesos participativos. Porque eso sí sería participación real. Y eso sí les haría temblar. Lo que hoy se nos ofrece no es democracia. Es una puesta en escena donde todo está controlado para que nada esencial cambie.

Y lo peor de todo es que no se nos ha enseñado a participar de verdad. La democracia no se maquilla, se practica. Pero para practicarla, hay que conocerla. ¿Cuántas personas saben cómo funciona un presupuesto público? ¿Cuántas saben qué se necesita para presentar una iniciativa legislativa popular? ¿Cuántas personas saben que pueden participar en los plenos del Cabildo de Gran Canaria? No hay formación. No hay educación. Y si no hay educación en democracia, no se puede ejercerla.

Mientras tanto, en Suiza, cualquier persona puede proponer una ley o revocar una decisión mediante referéndum. Votan varias veces al año sobre temas fundamentales: impuestos, educación, salud. Allí la participación no es un adorno. Es un pilar. Aquí, nos permiten opinar sobre cosas menores. Nos permiten opinar sobre el nombre de una calle, pero no sobre cómo redistribuir el poder, el dinero, los recursos. Porque aquí, los que mandan tienen miedo. Miedo de que el pueblo decida por sí mismo. Y eso es lo que hay detrás de todo esto: miedo.

Miedo a perder el control. Miedo a que la ciudadanía se organice y cuestione lo que hace tiempo dejó de ser una democracia para convertirse en una partitocracia, donde los partidos políticos se reparten el poder y las decisiones sin importar lo que quiera la gente. 

Este sistema tiene las cartas marcadas, y no quiere que juguemos. No les interesa que el pueblo decida.

Pero lo que más me preocupa es que mañana será demasiado tarde. Lo primero que hará un gobierno autoritario, cuando llegue, será acabar con cualquier intento de participación real. Cerrará las puertas, eliminará las consultas, silenciará las voces. Y lo hará con aplausos, diciendo que es por el “bien común”. Nos convencerán de que hay que poner orden, de que ya hemos hablado bastante.

El sistema no nos va a permitir cambiar nada que toque sus privilegios. Y mientras nos entretienen con encuestas vacías, ellos siguen decidiendo todo.

Respetar a la ciudadanía no es dejarla hablar. Es dejarla decidir. Y ni una cosa ni la otra están pasando. Ni nos dejan hablar, ni mucho menos decidir. Eso no es respeto. Eso es miedo a la democracia.