¿Salvar la naturaleza disparando contra ella? ¿Puede llamarse protección a lo que comienza con un tiro? Esta es la paradoja que vivimos en Gran Canaria.
Algunos científicos proponen abatir las cabras asilvestradas para preservar los ecosistemas. Argumentan que es el modelo más eficaz, que en Hawái ha funcionado, y que hay que actuar sin sentimentalismos si queremos conservar lo poco verde que nos queda.
Los objetivos son valiosos y compartidos: proteger el medio ambiente, permitir que las reforestaciones crezcan y que la biodiversidad vuelva a respirar. Eso no se discute. Pero... ¿de qué manera? ¿De verdad la única vía es a tiros?
Esas cabras, hoy asilvestradas, fueron en su día animales domésticos que abandonaron a su suerte. Ahora se las señala como amenaza. No deben estar sueltas, sin control: totalmente de acuerdo. Deben ser retiradas del medio natural. También. Pero... ¿no hay una forma más digna, más humana? ¿Hasta qué punto tenemos derecho a matar a otros seres vivos por errores que nosotros mismos provocamos?
Cada disparo encierra una decisión ética. No es solo técnica ni ambiental: es moral. Porque toda vida tiene valor. Reducir a un ser vivo a un simple daño ecológico nos aleja de lo que verdaderamente significa cuidar la naturaleza.
Hablo desde la experiencia. Fui consejero de Medio Ambiente en el Cabildo de Gran Canaria y afronté este dilema. Antes de mi llegada, se habían realizado abatidas. El rechazo ciudadano fue tan contundente que se suspendieron. Un año después, con la intención de retomarlas sobre la mesa, decidí escuchar. Escuché a los científicos, a los técnicos, pero también a pastores, cazadores, ecologistas y a la gente del lugar. Y, a pesar de las presiones, opté por frenar e innovar.
Así nació la Gambuesa Social: un modelo colaborativo que revalorizó las apañadas tradicionales, sumando formación, especialización y participación. Un modelo que respetó al territorio y a quienes lo habitan.
Demostramos a nuestros socios europeos del Life+ Guguy que otra forma de actuar era posible. Se hicieron los primeros censos y, gracias a 64 apañadas comunitarias, se pasó de 300 cabras asilvestradas a 77 en un solo año, sin un solo disparo.
Sin embargo, también hubo críticas. Se cuestionó el valor del saber popular frente al conocimiento técnico. Esa fractura revela algo más profundo: la desconexión entre ciencia y sociedad, entre la teoría y el territorio vivo.
La ciencia es esencial. Hay que apoyarla, fortalecerla, confiar en ella. Pero no debe imponerse como una verdad absoluta. Por eso, cuando el conocimiento técnico entra en conflicto con los valores de una sociedad, la política debe escuchar, reflexionar y abrir nuevas vías.
Tan importantes son las ciencias naturales como las ciencias sociales (psicología, sociología, pedagogía, etc.). Cuando una de ellas camina sola, se rompe el equilibrio. Necesitamos una mirada completa: una homeostasis ecológica, donde ciencia, ética, cultura, política y comunidad caminen juntas.
(La homeostasis ecológica es el equilibrio que mantiene viva a la naturaleza: como un acuerdo invisible entre animales, plantas, agua, clima y seres humanos, donde cada parte hace su papel sin destruir a las demás).
Otro aspecto crucial: no se puede disparar a escondidas. No se puede actuar sin explicar, sin educar, sin escuchar. Si alguna vez, agotadas todas las alternativas, no queda más remedio que abatir, que sea con transparencia, responsabilidad y verdad.
Sin educación ambiental, no hay conservación posible. Si no educamos, fracasaremos. Porque el ser humano puede ser la mayor amenaza para la naturaleza, pero también su mejor aliada. Solo si actuamos con conocimiento, empatía, humildad y justicia.
Esas cabras no nacieron salvajes. Aprendieron a sobrevivir sin techo, sin veterinarios, guiadas por el hambre y la intuición. Y como tantas veces ocurre en nuestra sociedad, lo que se sale de la norma acaba etiquetado como problema.
Las cabras asilvestradas también son símbolo. Representan aquello que descoloca: lo que no obedece, lo que no se somete. Lo salvaje también habita en nosotros: el deseo que no se rinde, la tristeza que no se calla, la rabia que no se disfraza. También las personas, a veces, prefieren la intemperie antes que una vida domesticada.
Quizás las cabras no sean enemigas, sino espejo. Un recordatorio de que la vida no siempre encaja en moldes, pero aun así merece ser respetada.
Este conflicto no es solo un problema ecológico. Es una oportunidad para cambiar el modelo de conservación. Para proteger sin destruir, para gestionar sin imponer, para unir saberes y voces distintas.
Porque si queremos conservar la masa verde de Gran Canaria, y claro que queremos, solo podremos lograrlo con respeto, con ética, con sentido común.
Y es que en esto de salvar la biodiversidad matando seres vivos hay algo profundamente contradictorio. Porque al final, más allá de informes técnicos y decisiones políticas, quedan unas preguntas sencillas, imposibles de adornar:
¿Cómo le explicas a los y las jóvenes de la isla, que mataste a esas cabras?
¿Les dirás que era necesario? ¿Que no había otra salida? ¿Que proteger el bosque exige sangre?
¿O guardarás silencio, deseando que nunca pregunten? Porque si lo hacen, quizás la respuesta que recibas no sea la que esperabas.