La violencia no resuelve nada. Ni en las guerras, ni en las relaciones personales, ni en los conflictos con otros seres vivos. El ser humano debería distinguirse por otra forma de estar en el mundo: con respeto, con escucha, con compasión. Matar no es una solución. Es un daño, una pérdida, una herida que nos hace menos humanos.
En Gran Canaria tenemos un problema importante: hay cabras asilvestradas que están impidiendo que las reforestaciones prosperen, dañando la biodiversidad y poniendo en peligro los frágiles equilibrios del territorio. Algunos sectores científicos proponen una solución tajante: matarlas. Dicen que es lo más eficaz, que en Hawái funcionó, y que no podemos permitirnos sentimentalismos si queremos conservar lo poco verde que nos queda.
Los objetivos son valiosos y compartidos. Pero… ¿de verdad la única manera de afrontar este problema es acabar a tiros con esos animales?
Esas cabras, hoy asilvestradas, fueron en su día animales domésticos, abandonados a su suerte. No deben estar sueltas, sin control: totalmente de acuerdo. Deben ser retiradas del medio natural. También. Pero... ¿Hasta qué punto tenemos derecho a matar a otros seres vivos por errores que nosotros mismos provocamos?
Cada disparo encierra una decisión ética. No es solo técnica ni ambiental: es profundamente moral. Porque toda vida tiene valor, incluso la que incomoda. Reducir a un ser vivo a un simple daño ecológico nos aleja del verdadero sentido de cuidar la naturaleza.
Por eso, cuando el conocimiento técnico entra en conflicto con los valores de una comunidad, la política debe tener el coraje de escuchar, reflexionar y abrir nuevas vías.
Hablo desde la experiencia. Fui consejero de Medio Ambiente en el Cabildo de Gran Canaria y afronté este dilema. Un año antes de mi llegada, se habían realizado abatidas. El rechazo ciudadano fue tan contundente que se suspendieron. Cuando llegué, la intención de retomarlas estaba sobre la mesa. Pero decidí escuchar. Escuché a los científicos, a los técnicos, pero también a pastores, cazadores, ecologistas y a la gente del lugar. Y, a pesar de las presiones, opté por frenar e innovar.
Así nació la Gambuesa Social: un modelo colaborativo que revalorizó las apañadas tradicionales, sumando formación, especialización y participación activa. Una propuesta que no solo recuperó una práctica ancestral, sino que la transformó en una herramienta de gestión respetuosa y compartida. Un modelo que miró al territorio con humildad, escuchó a quienes lo habitan, y tejió puentes entre saberes populares y conocimientos técnicos.
Gracias a esta mirada integradora, se logró actuar sin romper los lazos que sostienen la vida en el mundo rural. También sirvió para demostrar a nuestros socios europeos del Life+ Guguy que otra forma de gestionar era posible. Se hicieron los primeros censos y, gracias a 64 apañadas comunitarias, se pasó de 300 cabras asilvestradas a 77 en un solo año, sin un solo disparo.
Sin embargo, también surgieron críticas. Algunas voces pusieron en duda el valor del saber popular frente al conocimiento científico. Pero esa tensión revela algo más profundo: una fractura todavía abierta entre ciencia y sociedad, entre la teoría que se formula en los despachos y la vida que late en el territorio. Esta desconexión no solo empobrece el diálogo, sino que impide soluciones verdaderamente integradoras, capaces de respetar la experiencia local sin renunciar al rigor científico. Y es precisamente ahí donde debemos tender puentes.
Necesitamos una mirada completa: una homeostasis ecológica, donde ciencia, ética, cultura, política y comunidad caminen juntas.
(La homeostasis ecológica es el equilibrio que mantiene viva a la naturaleza: como un acuerdo invisible entre animales, plantas, agua, clima y seres humanos, donde cada parte hace su papel sin destruir a las demás).
No estoy en contra de la ciencia, al contrario. Pero necesitamos una ciencia conectada con el mundo real, con las emociones, con las historias, con la vida. Una ciencia que dialogue con el entorno y no lo simplifique. Una ciencia que sepa que los datos son clave, pero también lo son los sentimientos, los contextos, las consecuencias y los escenarios sociales que se activan con cada decisión.
La ciencia es esencial. Hay que apoyarla, fortalecerla, confiar en ella. Pero no debe imponerse como una verdad absoluta. La sociedad es compleja y diversa, y no puede gestionarse únicamente desde laboratorios o modelos de control.
Otro aspecto crucial: no se puede disparar a escondidas. No se puede actuar sin explicar, sin educar, sin escuchar. Si alguna vez, agotadas todas las alternativas, no queda más remedio que abatir, que sea con transparencia, responsabilidad y verdad.
Sin educación ambiental, no hay conservación posible. Si no educamos, fracasaremos. Porque el ser humano puede ser la mayor amenaza para la naturaleza, pero también su mejor aliada.
Muchas personas, sobre todo las jóvenes, no aceptan la violencia como solución a los conflictos. Para ellos y ellas, la ética empieza por el respeto incondicional a toda forma de vida. No entienden que se mate a un ser vivo para resolver un problema ambiental. Por eso rechazan que se abata a las cabras asilvestradas. No por sentimentalismo, sino porque creen en un mundo más justo, más empático y con alternativas que no pasen por la muerte.
Este conflicto no es solo un problema ecológico. Es una oportunidad para cambiar el modelo de conservación. Para proteger sin destruir, para gestionar sin imponer, para unir saberes y voces distintas. Porque si queremos conservar la masa verde de Gran Canaria, y claro que queremos, solo podremos lograrlo con respeto, unión, ética y sentido común.
Quizás no sean solo cabras, ni solo árboles. Quizás se trata de elegir el tipo de sociedad que queremos ser.
Porque la forma en que tratamos a lo que consideramos un problema habla de lo que somos. Y de lo que podríamos llegar a ser.
Ojalá te sirva,... ojalá nos sirva.