La riqueza de la diversidad, donde la vida encuentra su belleza
La riqueza de la diversidad, donde la vida encuentra su belleza
La plaza de un pueblo, un día de fiesta, está llena de vida. Personas mayores charlan mientras juegan al dominó. Niños y niñas corren detrás de una pelota. Padres y madres conversan mientras cuidan a sus hijos, que juegan en el parque infantil. Jóvenes en pandilla tocan la guitarra, otros ensayan un baile improvisado. Una pareja de novios pasea de la mano, dos chicas se besan sin esconderse. Entre ellos hay migrantes que un día llegaron de lejos y hoy se sienten en casa.
También está el policía del barrio, que ya es abuelo y aprovecha su día libre para saludar a todo el mundo. En la terraza del bar, una camarera sonríe mientras sirve las mesas llenas de tertulias y risas. Justo al lado hay una floristería que perfuma el aire, atendida por Antonio, un hombre bromista que por las noches se transforma en payaso en un pequeño espectáculo local. A la casa de la esquina llega la enfermera del centro de salud, con su maletín y su sonrisa, para curar la herida de Manolita, que se ha caído hace unos días pero no pierde las ganas de hablar con todo el mundo: “Nada, hija, esto no es nada, ya he pasado cosas peores”.
Gente, como puedes ver, diversa: de distintas edades, con distintas capacidades, profesiones e historias. Puede que alguno de ellos tenga una discapacidad. Puede que otro sea superdotado. Puede que una persona tenga mucho dinero y otra apenas llegue a fin de mes. Todos distintos, todos necesarios. Juntos formamos la sociedad, nuestra sociedad: tan plural, tan compleja, tan viva, que nos enriquece cada día.
Cada persona, con su historia y sus matices, nos recuerda algo esencial: que el respeto y la empatía que pedimos para nosotros, también debemos ofrecerlos a los demás.
Alguno de ellos puede que tenga autismo. Y no pasa nada. El autismo es una de esas formas diversas de ser y de estar: ni enfermedad ni cruz, sino una forma diferente, plena y válida de estar en el mundo. Por eso resultan tan dañinas las declaraciones de Donald Trump al insinuar que el paracetamol en el embarazo “provoca” autismo y al hablar de una supuesta “cura” milagrosa. No hay evidencia científica que lo respalde. Tampoco existe una cura porque, sencillamente, no hay nada que curar. Y lo más grave no es la mentira, sino la semilla de miedo y desprecio que deja en quienes escuchan.
Muchas personas autistas estudian, trabajan, se enamoran, forman familias y son felices. Otras necesitan apoyos concretos, como cualquiera puede necesitarlos en algún momento de su vida. Igual que unas personas requieren gafas, otras un audífono, algunas personas autistas necesitan acompañamiento o comprensión.
Y no, no vivimos una epidemia. Lo que ha cambiado es la mirada: ahora detectamos antes, entendemos más, miramos mejor. Los datos de prevalencia, una de cada treinta niñas y niños, no reflejan un problema creciente, sino una mayor capacidad de reconocer lo que antes permanecía invisible. Cuando la ciencia avanza, lo que aparece no es una enfermedad, sino la verdad.
Pero el autismo forma parte de algo más grande: la maravillosa diversidad humana. Personas con distintas culturas, lenguas, edades, orientaciones, formas de pensar, de sentir, de amar. Esa mezcla es la que da sentido a la vida compartida, la que convierte la sociedad en un lugar habitable para todos. Una escuela, una empresa, una ciudad, un barrio… solo son verdaderamente humanos cuando se parecen a esa plaza del principio: llenos de vida y de diferencias que conviven.
La diversidad no divide, ensancha la mirada. No se trata de entenderlo todo, sino de respetar lo que no comprendemos. La riqueza no está en tenerlo todo igual, sino en saber convivir con lo diferente.
La sociedad no es un club privado donde alguien decide a quién dejar entrar. La sociedad ya es de todos. Lo que necesitamos no es “incluir” a quienes son distintos, sino construir espacios donde nadie se sienta excluido. No se trata de regalar privilegios, sino de garantizar derechos.
En los últimos años, hemos visto cómo crecen los discursos que señalan, insultan o ridiculizan a quienes son diferentes. Se persigue lo que no se entiende, como si la diversidad fuera una amenaza y no una riqueza. A veces basta con tener una piel distinta, una forma de amar diferente o una opinión contraria para convertirse en blanco del odio. Y eso ya lo hemos visto antes en la historia, cuando los totalitarismos quisieron fabricar sociedades “puras”. La diversidad no es un riesgo; el riesgo es perder la empatía.
Y no podemos olvidar lo injusta que ha sido la sociedad con quienes se salían del molde. A las personas homosexuales y transexuales se las ha señalado, humillado y castigado simplemente por ser. Han sufrido burlas, agresiones, desprecio e incluso el rechazo de sus propias familias. La historia reciente está llena de silencios, golpes y armarios forzados. Y todavía hoy, cuando alguien se atreve a vivir en libertad, hay quien le responde con insultos o violencia. No hace tanto que amar a una persona del mismo sexo era delito; no hace tanto que ser quien realmente eres podía costarte el trabajo, la familia o la vida. Esa crueldad no se puede olvidar, porque una sociedad que olvida su vergüenza corre el riesgo de repetirla.
Y a quien todavía se siente superior, a quien cree que su verdad vale más que la de los demás, conviene recordarle algo muy sencillo: nadie es más que nadie. Ninguna bandera, ni ninguna fe, ni ningún apellido nos hace mejores. El valor de una persona no está en lo que cree, ni en cómo ama, ni en dónde nació, sino en cómo trata a los demás. Quien desprecia al diferente se empequeñece sin saberlo.
Es cierto: no podemos ayudar a todos. Pero hay una diferencia enorme entre tener límites y perder la humanidad. Defender lo propio no puede significar despreciar a los demás. Hoy es el inmigrante; mañana será la persona con discapacidad; pasado, el pobre, el raro, el que piensa distinto. Y así, poco a poco, iremos recortando la dignidad hasta que no quede nadie dentro. La cuestión no es si podemos ayudar a todos, sino cómo elegimos mirar a quien sufre: con miedo o con respeto. Las sociedades que olvidan la empatía se vuelven más pobres, más duras y más inseguras. La verdadera fortaleza no está en cerrar la puerta, sino en mantener el alma abierta sin perder el sentido. Porque el respeto que negamos hoy, quizá lo necesitemos mañana.
Ojalá llegue el día en que dejemos de hablar de inclusión como concesión y entendamos, de una vez, que la sociedad ya nos pertenece a todos. Ese día habremos dado un salto enorme hacia una vida más justa y compartida.
La verdadera cura no está en una pastilla ni en un discurso político. Está en la empatía, en la educación, en la accesibilidad y en escuchar a quienes viven cada día las diferencias que hacen grande a la humanidad.
Y entonces, quizá, descubramos que la diversidad no es un problema a resolver, sino un regalo que nos recuerda lo bello de lo humano: que no todas las hojas del árbol son iguales, y que es justamente ahí, en esa mezcla de formas y colores, donde la vida encuentra su belleza.