Hay que mejorar la administración pública. (Porque nos jugamos mucho)
Hay que mejorar la administración pública. (Porque nos jugamos mucho)
La administración pública no es un edificio ni un despacho lejano. Es la persona que te recibe cuando entras en un centro público, la que te orienta al llegar, la que atiende una llamada, la que limpia una calle cuando aún no ha amanecido, la que enseña en un aula, la que te atiende en un centro de salud, la que protege, la que rescata cuando hay una emergencia, la que acompaña a una familia vulnerable cuando todo se complica.
Desde el personal de base hasta quien preside la institución, todo eso es administración pública. Y precisamente por eso es tan importante. Porque cuando funciona, la vida cotidiana se sostiene. Y cuando no funciona, la frustración crece, la confianza se rompe y el malestar se instala
Yo estoy dentro como técnico y también he pasado por la política, como consejero. He visto compromiso, vocación y muchas ganas de hacer bien las cosas. Pero también he visto inercias, burocracia, lentitudes y una organización que no siempre está a la altura de lo que la ciudadanía necesita. Por eso no basta con decir que se trabaja. Eso ya lo sabemos. La pregunta es otra: ¿trabajamos bien, con sentido, y para quién de verdad importa?
Conviene decirlo con claridad y sin miedo, porque hay partidos políticos que plantean que el problema se soluciona recortando, despidiendo o debilitando lo público. Menos personal, menos servicios, menos Estado. Eso no mejora la vida de la gente. La empeora.
Pero también hay que decir algo más: cuando una persona paga impuestos y percibe que la administración es lenta, ineficaz o incapaz de resolver problemas básicos, empieza a preguntarse para qué sirve todo esto.
Por eso este debate es tan relevante. Nos jugamos la sanidad, la educación, la seguridad, la limpieza, los servicios sociales, la igualdad de oportunidades. Nos jugamos la convivencia.
Yo estoy convencido: no necesitamos recortar la administración pública. Necesitamos una administración pública que funcione bien.
Dentro de la administración se trabaja, y se trabaja mucho. Esto es justo reconocerlo. Pero seguimos midiendo demasiado el horario y muy poco la productividad real. Cumplir no siempre es resolver. Estar no siempre es avanzar.
La ciudadanía espera respuestas. Espera servicios públicos rápidos, eficaces, sin listas de espera eternas, sin trámites interminables, sin la sensación de que todo tarda demasiado.
La productividad real tiene que ver con saber qué hay que hacer, por qué se hace y para quién se hace. Tiene que ver con objetivos claros, funciones bien definidas y equipos que trabajen coordinados. Trabajar por objetivos es dar sentido al trabajo diario. Que cada servicio tenga claro qué debe resolver. Que cada equipo sepa qué se espera de él. Que cada persona conozca su función real y vea reconocido su esfuerzo cuando asume más responsabilidades. Eso no es presión: es claridad.
Hoy hay personas haciendo tareas de superior categoría sin reconocimiento, servicios desbordados mientras otros tienen margen, funciones mal definidas y cargas mal repartidas. Eso no es un problema individual. Es un problema de organización.
Cuando los objetivos son claros y se pueden medir, el sistema mejora. No para castigar, sino para corregir, aprender y avanzar.
La ciudadanía, en realidad, ya sabe cómo debería funcionar una administración eficaz. Lo ve cuando llama al 112: alguien atiende, registra la incidencia, la gestiona, la deriva y la resuelve. Y si no se puede resolver de inmediato, se explica por qué y en qué punto está. Nadie discute ese modelo porque funciona.
Así debería funcionar la administración pública en general. No solo para emergencias, sino también para lo cotidiano: una avería, una obra, una ayuda, un trámite, una reclamación. Que la persona sepa dónde está su solicitud, qué se ha hecho, qué falta y cuándo puede esperar una respuesta. No hablamos solo de quejas. Hablamos de derechos. De servicios públicos que responden, informan y resuelven.
Desde dentro sabemos que hay partes del sistema donde todo se atasca. La contratación, la gestión económica, la fiscalización, los informes preceptivos. Ahí se suelen formar colas invisibles que acaban bloqueándolo todo, aunque haya voluntad y presupuesto. Y mientras tanto, fuera, la ciudadanía solo ve que las obras no empiezan, las averías no se arreglan y las soluciones no llegan. Mirar ahí no es señalar culpables. Es preguntarse si falta personal, si está mal distribuido, si hay procedimientos innecesarios o si el miedo a decidir está paralizando el sistema.
La administración pública es, en el fondo, un gran equipo humano. Como en cualquier equipo, también en el deporte, los resultados no dependen solo del talento individual, sino de cómo se coordinan las personas, de la confianza que existe entre ellas y de si sienten que forman parte de algo con sentido. Cuando cada cual va por su lado, el sistema se resiente. Cuando hay cooperación, reconocimiento y objetivos compartidos, el trabajo fluye mejor y los resultados llegan antes.
Por eso los recursos humanos no pueden limitarse solo a aplicar normas de forma mecánica. Están también para formar, motivar, reconocer, mediar, resolver conflictos y cuidar el clima de trabajo. Una administración no rinde si su gente está quemada o invisible. Cuidar a quienes trabajan en lo público no es un lujo: es una condición para que lo público funcione.
La administración pública no es una trinchera frente a la ciudadanía. Es, o debería ser, un espacio de cuidado colectivo. Quienes trabajamos en lo público también somos ciudadanía. Pagamos impuestos, esperamos respuestas y sufrimos las mismas demoras que el resto.
Nos merecemos unos servicios públicos rápidos, eficaces y humanos. Y por eso quienes trabajamos en la administración debemos tener claro que nos debemos a la gente. Ser servidor público no es solo cumplir un trámite. Es explicar, acompañar y respetar. Si hay que sancionar, se sanciona, pero también se educa y se explica. Porque una actuación sin humanidad solo genera enfado; una actuación bien hecha puede generar comprensión y cambio.
Tenemos margen de mejora, y reconocerlo no nos debilita: nos dignifica. Mejorar la administración pública es mejorar la vida en común. Es hacer que pagar impuestos no genere resignación, sino confianza. Es conseguir que lo público no añada problemas, sino que los resuelva.
La administración del siglo XXI debería estar preparada para atender, gestionar y responder. Y cuando no pueda hacerlo de inmediato, al menos explicar, informar y acompañar.
Porque cuando la administración funciona, la vida se ordena un poco más. Y eso no es teoría, es experiencia cotidiana. Y en una sociedad que necesita certezas, no es poco: es fundamental.