La mayoría de la gente no lo sabe, pero estamos ante un reto insular de enorme gravedad: miles de gatos abandonados o nacidos en la calle, una normativa contradictoria, ayuntamientos paralizados, científicos enfrentados con la Ley de Bienestar Animal, entidades protectoras desbordadas y una sociedad dividida entre quienes adoran a los gatos y quienes los detestan.
Hay personas que ven en los gatos seres sintientes y compañeros de vida, y quien los considera una molestia, o directamente unos asesinos. Hay quien los alimenta con cariño y quien los envenena por hartazgo. Hay quien denuncia que “se está humanizando a los animales” y quien denuncia el maltrato con la misma intensidad.
Este choque emocional y social convive con otro aún más grave: un vacío legal y operativo que ha dejado la gestión de los gatos atrapada entre dos leyes, dos visiones y dos mundos. Mientras discutimos, los animales siguen reproduciéndose, y la tensión crece.
Lo cierto es que nadie quiere que desaparezcan especies sensibles, nadie quiere ver animales sufrir y nadie quiere que el problema crezca. Lo que falta no es voluntad, sino una solución que funcione. Y para eso, antes hay que entender qué está pasando.
Convivimos con un problema que se ha enquistado durante años: miles de gatos comunitarios sobreviven en nuestros barrios, fincas y espacios naturales sin un control real. No son animales salvajes. Son consecuencia directa del abandono, de camadas no deseadas y de décadas sin políticas públicas de esterilización suficiente. Esto se ha convertido en un asunto insular, ambiental y social de primera magnitud.
Sí, algunos gatos pueden depredar sobre especies sensibles, como el pinzón azul o los largartos. Los científicos que lo advierten llevan razón. El error no está en el diagnóstico, sino en la respuesta. Porque centrar toda la estrategia en capturar a los gatos visibles hoy no detiene las causas que generarán nuevos gatos mañana. Dicho de otra forma, si cada día nacen cuarenta y solo retiras diez...
A los abandonos irresponsables, hay que añadir que en el medio rural, prácticamente todas las casas tienen gatos que entran y salen. Muchos no están esterilizados. Cada camada genera nuevos animales que acaban dispersos por barrancos y descampados. A esto se suma un problema que muy poca gente entiende bien: las propias normas han provocado un bloqueo práctico en casi la mitad de la isla.
Quienes rechazan el método CER sostienen que en todos los espacios naturales protegidos —que representan aproximadamente el 50% de Gran Canaria— no puede aplicarse el Capturar, Esterilizar y Retornar, porque consideran que devolver un gato a esas zonas es un error y vulnera la Ley de Biodiversidad. Según esa interpretación, allí solo podría hacerse una cosa: capturar, esterilizar y reubicar en otro lugar, ya sea en albergues, jaulones o en colonias autorizadas fuera del espacio natural. Sobre el papel puede sonar razonable.
Pero muchos municipios están íntegramente dentro de espacios naturales. Otros no lo están por completo, pero toda su zona habitada se encuentra dentro de esa “zona tampón” de un kilómetro. Si no se permite retornar a los gatos, y tampoco existe infraestructura real para reubicar a decenas de miles de animales, entonces los ayuntamientos se quedan sin ninguna opción ejecutable. Literalmente ninguna.
Eso es exactamente lo que ha pasado durante el último año y medio. Muchos ayuntamientos, confundidos por una instrucción del Gobierno de Canarias —que ahora se reconoce que eran solo recomendaciones— dejaron de esterilizar y paralizaron el método CER. El Cabildo, responsable de la gestión de los espacios naturales, tampoco ha planteado un plan operativo para capturar, esterilizar y reubicar a gran escala. La creación de albergues avanza despacio, con costes altísimos, y la idea de crear grandes jaulones no resuelve el problema.
Así, por un lado no se permite retornar a los animales. Y por el otro no existe ni capacidad para capturarlos ni espacios dónde reubicarlos. Resultado: ni se captura, ni se esteriliza, ni se retorna, ni se reubica. Ese vacío es el que explica la situación actual: una reproducción completamente descontrolada. En un año con tres o cuatro camadas por gata, la población se multiplica de forma exponencial.
Cuando cualquier intervención queda bloqueada durante años, el efecto es inmediato: cientos de camadas nuevas, miles de animales más y menos capacidad aún para actuar. En temas como este, cada mes perdido se paga muy caro.
La apuesta principal de algunas administraciones sigue siendo la construcción y ampliación de albergues. La cifra es conocida: alrededor de 22,5 millones de euros para construirlos y 6 millones anuales para su mantenimiento. Los albergues se llenarán según se abran y el problema persistirá. Porque no se está cortando la raíz del problema.
Frente a este modelo reactivo, la Ley de Bienestar animal plantea otro modelo, el único que actúa sobre el origen del problema, y apuesta por el método CER. No es rápido ni perfecto, pero si se apuesta decididamente, es la única estrategia eficaz para reducir la población. Un ambicioso Plan Insular costaría aproximadamente 8 millones de euros en cuatro años y permitiría esterilizar unos 80.000 gatos. Mucho más barato. Mucho más eficaz.
Si no se ataja la raíz —abandono, camadas, esterilización masiva— todo lo demás es parche. El reto es asumir que sin coordinación ni diálogo, ninguna ley funcionará. Y que cualquier modelo debe ser ético, efectivo y compatible con la realidad social, rural y natural de la isla.
Gran Canaria necesita sentar en la misma mesa a administraciones, científicos, entidades de protección, personal técnico y ciudadanía. Porque cuando el diálogo se abre, las soluciones nacen. Cuando se cierra, lo único que crece es el problema. Esta isla puede ser un lugar donde la protección de la biodiversidad y la compasión no sean contrarias, sino aliadas.
Nos guste o no, la mayoría de la sociedad —muy especialmente la juventud— siente compasión hacia los animales, y no es una moda ni un capricho: hablamos de vínculos afectivos, familiares y culturales. Gatos, perros, cabras o cualquier animal que ha convivido con nosotros forma parte de nuestra historia y de nuestra identidad. Podemos entenderlo más o menos, podemos compartirlo más o menos, pero negarlo es negar la realidad. Si queremos una solución que funcione, esas emociones, esos cuidados y esa mirada social tienen que estar presentes. Ojalá el futuro se decida hablando, no rechazando.