Todos hemos vivido esta escena: en un partido de fútbol, hay una jugada dudosa en el área. Si es a favor de mi equipo, grito: “¡penalti clarísimo!”. Si es en contra, digo que se tiró, que es teatro, que el árbitro se equivocó. Y no lo hacemos por maldad. Lo hacemos porque queremos que ganen los nuestros. Como sea.
Esa pequeña trampa dice mucho de cómo actuamos también en política, en la religión, en la vida. No vemos lo que ocurre, sino lo que nos conviene ver. Interpretamos la realidad según nuestros intereses.
Eso, cuando se exagera, se convierte en fanatismo. Y no es algo raro ni lejano: lo hacemos a diario sin darnos cuenta. Cuando discutimos, opinamos o decidimos en quién confiar, solemos adaptar nuestras ideas según lo que nos conviene.
Así, sin darnos cuenta, nos volvemos fanáticos. Porque el fanatismo es apoyar sin pensar, repetir lo que dice el grupo o el líder sin preguntarte si tiene sentido. Es creer sin comprobar, defender sin cuestionar. Incluso cuando algo dentro de ti te dice que no cuadra, prefieres callar. Porque ya elegiste bando, y te da miedo que pensar parezca traicionar. Pero no es traición: pensar es cuidar la verdad.
El fanatismo está en las gradas, en las iglesias, en los partidos políticos, en las redes… y también en el grupo de WhatsApp. Y cuando ese fanatismo se mezcla con el odio, aparece lo más peligroso: la deshumanización.
Es lo que vimos el fin de semana pasado en Murcia, donde decenas de personas, alentadas por el discurso racista de ciertos partidos, fueron a la 'cacería' de familias enteras por el simple hecho de ser extranjeras. Eso también es fanatismo. Y del más peligroso.
El fanatismo está en quienes gritan más que escuchan, insultan antes de dialogar, o se tapan los ojos con tal de no ver lo que incomoda. Porque si lo viera, si lo pensara, tendría que hacer algo con eso. Y es más fácil repetir consignas que revisar creencias.
No hablo solo de los demás. Hablo también de mí, de ti, de cualquiera. Porque todos tenemos alguna pasión, algún grupo, alguna fe o alguna causa a la que nos sentimos leales. Y es legítimo, incluso hermoso, tener vínculos, referentes, convicciones. El problema comienza cuando esas convicciones se vuelven trincheras. Cuando el orgullo de pertenecer se convierte en desprecio a quien no pertenece.
La psicología ya lo explicó: es el sesgo endogrupal. Tendemos a favorecer a los de nuestro grupo, incluso aunque hagan lo mismo que criticamos en los otros. Buscamos confirmar lo que creemos, ignoramos los datos que nos contradicen. Pero si no ponemos conciencia en eso, si no aprendemos a detectar nuestros propios sesgos, acabamos atrapados en una lógica de bandos que no nos deja crecer.
Lo vemos cada día. En política, por ejemplo, es evidente: si la corrupción salpica al PSOE, ellos lo minimizan y culpan a los medios, mientras el PP pide dimisiones y elecciones. Pero cuando era el PP quien estaba implicado, hacían justo lo contrario. Una misma realidad, dos reacciones opuestas. Y no por principios, sino por pertenencia.
Y lo veo cada semana, también, cuando publico un artículo de opinión. Si critico algo que hacen “los otros”, mucha gente lo aplaude. Pero si la crítica toca a su partido o a su grupo, ya no gusta tanto: se excusan, se enfadan o dicen que no es el momento. El hecho es el mismo, pero cuando nos afecta, cambiamos el juicio. Eso no es otra cosa que miedo a pensar, cuando pensar nos puede hacer cambiar.
Lo que más falta hoy es autocrítica: la capacidad de mirarse con honestidad y admitir errores. Sin ella, cualquier grupo acaba pareciéndose a una secta. Porque si todo se justifica, se pierde la ética, la coherencia y el rumbo. Solo queda repetir, obedecer… y acabar decepcionado.
En el fútbol y en la política ocurre lo mismo: hay personas que son del Madrid, del Barça, de la UD Las Palmas, del PSOE, del PP, de VOX o de Podemos… pase lo que pase. Aunque lo hagan mal, aunque se contradigan o incumplan lo prometido, siguen apoyándolos sin cuestionar nada. Solo fidelidad ciega. Confunden estar con alguien con que ese alguien tenga razón. Se convierten en hinchas ideológicos, que ya no reflexionan, solo defienden a los suyos.
También ocurre en la religión: se predica el amor, pero se practica el juicio o el desprecio. Se habla de Dios, pero se olvida la compasión, la justicia y la humildad. Porque la fe, cuando es ciega, tampoco piensa.
Pensar duele, pero seguir ciegamente duele más. No se trata de no creer en nada, sino de creer con lucidez. Se trata de sentir pasión sin convertir a nadie en intocable. De apoyar con conciencia, no con obediencia. De aceptar que nadie es perfecto, ni siquiera “los nuestros”. De tener la valentía de criticar lo que está mal, venga de donde venga. Y la humildad de reconocer cuando nos equivocamos.
Y tal vez la gran pregunta sea: ¿por qué lo hacemos? A veces por miedo a romper con el grupo. A veces por comodidad, por no tener que pensar por uno mismo. Otras veces por puro interés, por conveniencia, porque defender al nuestro nos protege, nos coloca, nos da algo a cambio.
Pero principalmente lo hacemos por apego, por seguridad, por no quedarnos solos. Y lo entiendo. Pero entenderlo no significa justificarlo. Si queremos construir algo mejor, no podemos seguir así.
¿Tiene cura el fanatismo? ¿Podemos volver a pensar por nosotros mismos? Yo creo que sí. Si nos atrevemos a hacernos preguntas, a no cerrarnos ni dejarnos llevar por el miedo. Si ponemos la verdad por encima del orgullo, y la conciencia por encima de las consignas.
Por eso, más que nunca, necesitamos normas de convivencia que sean claras, justas y valgan para todas las personas. No puede ser que algo esté bien o mal según quién lo haga. No puede haber una moral para los míos y otra distinta para los demás. Necesitamos reglas comunes, sencillas y firmes: no mentir, no abusar, no robar, no insultar, no discriminar. Y cumplirlas, se llame como se llame quien las incumple.
Porque si cada grupo se inventa sus propias excusas, no hay comunidad posible. Solo bandos enfrentados, gritos y violencia. Y sin comunidad, se rompe todo lo demás.
Porque la verdad ni es de izquierdas ni es de derechas y la conciencia... no debería tener dueño.