Nos gustaría cambiar la democracia. Es urgente. Nos gustaría pensar que aún se puede. Que si hacemos ruido, nos escucharán. Que si salimos a la calle, alguien tomará nota. Que si firmamos, protestamos, escribimos, gritamos…alguien, en algún lugar, decidirá cambiar algo. Pero ya no estoy tan seguro.
La democracia está enferma. No es un diagnóstico reciente ni personal: lo venimos diciendo muchas personas desde hace años. Los partidos políticos han secuestrado la voluntad popular. La política, en lugar de ser una herramienta al servicio de la gente, se ha convertido en una profesión para unos pocos. Una carrera de fondo, con sueldos, cargos, lealtades internas, estrategias de permanencia. Y el sistema entero -institucional, mediático, electoral- está construido para que nada cambie en el fondo. Para que los mismos de siempre sigan decidiendo, aunque se renueven las siglas, los rostros o los eslóganes. Para que todo parezca participativo… sin serlo. Mientras las decisiones importantes, las que de verdad marcan el rumbo, se toman a espaldas de la ciudadanía.
Claro que sabemos qué habría que hacer: una reforma profunda del sistema electoral, más participación ciudadana real, transparencia sin trampas, independencia judicial, control del poder económico, educación democrática... Todo eso es urgente. Es vital. Y sin embargo…
Y sin embargo no sucede. Porque quienes tienen en sus manos la llave del cambio no tienen ningún interés en usarla. ¿Por qué iban a hacerlo? Cambiar el sistema significaría perder privilegios. Y eso no va con ellos. Lo suyo es otra cosa: prometer, distraer, polarizar, entretenernos con debates artificiales mientras siguen pactando entre bastidores.
Lo suyo es el maquillaje democrático: aprobar una ley o un reglamento de participación ciudadana que nadie usa. Montar una web para recoger propuestas que no se leen. Publicar agendas de reuniones donde solo aparecen actos de protocolo. Hacer que todo parezca transparente sin serlo.
Y lo peor es que ya ni siquiera se esfuerzan en disimular. Porque saben que la indignación dura un rato. Porque saben que muchas personas están demasiado cansadas, demasiado endeudadas, demasiado aisladas para pelear. Porque han conseguido que la mayoría crea que no sirve de nada intentarlo.
Nos dicen: “La democracia es imperfecta… pero la hemos elegido. Los responsables somos los ciudadanos.” ¿De verdad? Eso tiene trampa. Mucha trampa. Porque no nos dan opciones reales. Porque no cumplen los programas electorales. Porque los partidos políticos deciden sus listas. Y son listas cerradas, bloqueadas. Si quieres votar a alguien concreto, tienes que tragar con todo el paquete. Y si no te gusta, solo te queda votar a otro partido… que hace exactamente lo mismo.
Y sí, podemos hacer autocrítica. Claro que sí. A las personas nos cuesta organizarnos. Nos cuesta escucharnos. Ya es difícil reunir a una familia, mantener viva una asociación, sostener una comunidad de vecinos… Imagínate montar un partido político desde cero.
Y si alguien lo intenta… el sistema reacciona rápido. Surgen campañas de desprestigio. Rumores. Desconfianza. La maquinaria mediática lo aplasta antes de que nazca. Porque el poder tiene miedo. Y cuando el poder tiene miedo, actúa.
Decir esto duele. Porque durante años confiamos. Porque algunos incluso intentamos hacerlo desde dentro. Porque creemos en lo común, en la política como herramienta para la vida. Pero reconocer que este sistema está blindado contra la transformación es también un acto de lucidez.
Lo viví en mi propia piel. Lo viví desde dentro. Participé con ilusión en el 15M. Sentí el clamor de las plazas. Creí que algo podía cambiar. Que la política podía volver a ser del pueblo, con el pueblo y para el pueblo. Y cuando nació Podemos, creí que ese era el camino. Me impliqué. Me presenté. Fui consejero en el Cabildo de Gran Canaria. Pero la decepción llegó pronto. Muy pronto. A la semana de jurar el cargo, me enteré por la televisión -sí, por la televisión- de que el partido abandonaba el pacto de gobierno. Sin consultar a la militancia, tal y como obligaban los estatutos en relación a los pactos. Los mismos estatutos que se habían cumplido para entrar… pero que se ignoraron para salir. Lo decidió una persona. Una secretaria general. Y punto.
Yo no acepté eso. No dimití. No traicioné el voto de quienes nos eligieron. Y me abrieron un expediente de expulsión. Pero no pudieron echarme. Porque no había roto ninguna norma. Porque el que incumplió los estatutos fue el partido… no yo.
Fue entonces, cuando me llamaron tránsfuga, que lo vi todo claro. Ser llamado tránsfuga por cumplir con la palabra dada, por respetar lo que se votó, por mantener el compromiso con la gente, y no con las cúpulas,… fue, en realidad, un honor. No lo digo con orgullo. Ni con rabia. Lo digo con la serenidad de quien no traicionó a nadie. De quien no vendió su conciencia. Ni su palabra.
Y lo diré más claro: ojalá hubiera más tránsfugas. Pero no por ambición. No por beneficio propio. No por saltar de un partido a otro como quien cambia de camiseta.
Ojalá hubiera más tránsfugas de la obediencia ciega. Más tránsfugas que dijeran “no” cuando el partido ordena algo injusto. Más tránsfugas que prefieran el bien común antes que la disciplina de partido.
Mira lo que pasa hoy con los menores migrantes en Canarias. El Partido Popular de las islas defiende el reparto entre todas las comunidades. Sabe que es justo. Sabe que es necesario. Sabe que negarse es condenar a miles de niños. Pero su partido a nivel estatal se opone para castigar al gobierno central. Y entonces, ¿qué hacen los de aquí? Obedecen. Callan. Tragan. Aunque duela. Aunque sea injusto. Aunque vaya contra su tierra y contra su conciencia.
Eso es lo patético. Eso es lo que debería dar vergüenza. No que te llamen tránsfuga por ser coherente. Sino que sigas aplaudiendo mientras se aprueba lo que sabes que está mal. Por eso, sí: hay que ser tránsfuga. Tránsfuga del miedo. Tránsfuga de la sumisión. Tránsfuga de este sistema que premia la obediencia y castiga la decencia.
¿Y ahora qué? Ahora toca reconocerlo: la democracia no va a cambiar. No con este sistema. No con estos partidos. No con estas reglas.
Desgraciadamente, quizá lo único que logre despertar algo… sea cuando ocurra lo peor. Quizá el avance de la extrema derecha, el autoritarismo, la pérdida de derechos, nos haga reaccionar. Tal vez entonces, una parte de la sociedad diga “hasta aquí”. Y empiece a construir algo nuevo. Algo de mínimos. Algo decente. Con otras caras. Con otros valores.
Ojalá lo vean mis hijos. Ojalá lo vean mis nietos. Yo no lo veré. Ya no lo espero para mí. Y sin embargo… sigo hablando. Sigo escribiendo. No por esperanza. Por dignidad. Porque al menos, que quede la palabra escrita. La palabra que resiste, la que no obedece, la palabra que inspire.
Como dijo Hannah Arendt: “La triste verdad de nuestro tiempo es que la libertad fue retirada sin que apenas nos diéramos cuenta.” Yo sí me di cuenta. Y no pienso callar.
Porque esto, esto que llaman democracia no lo es.