La televisión ha conseguido lo que parecía imposible: convertir la búsqueda del amor en un show con menú incluido. First Dates se ha convertido en la pecera donde vemos nadar a todo tipo de peces: desde el más colorido y extravagante hasta el más tímido y huidizo. Cada cita es un pequeño experimento social con dos desconocidos que se sientan frente a frente para hablar de lo más íntimo mientras nosotros, desde el sofá, comentamos con risas, incredulidad o hasta cierta ternura.
A primera vista, parece solo un entretenimiento ligero. Gente simpática, gente rara, gente desesperada, gente valiente… un desfile de personalidades que parecen hechas a medida para el espectáculo. Pero si uno se detiene a escuchar con calma, descubre que lo que allí se dice es mucho más revelador de lo que parece.
Las frases son casi siempre las mismas: “me gustan altos, con pelo”, “no quiero a nadie con hijos”, “tiene que tener tatuajes”, “que no sea muy celosa”, “quiero un chico con dinero”… Podrían parecer caprichos graciosos, requisitos sin importancia, pero en realidad son un espejo de cómo entendemos hoy las relaciones. Un retrato psicológico que, entre risas, nos devuelve a la cara una verdad incómoda: hemos aprendido a amar con filtros y checklists, como quien hace la compra en el supermercado.
Y así nos va.
No es casualidad que la mayoría de participantes —y buena parte de la sociedad— confiesen que prefieren a los “malotes” o a las “chicas que no se complican”. Parece que la paz aburre y que lo que buscamos es adrenalina. El misterio del “me hará sufrir, pero me pone” sigue vigente. No nos enamora la calma, sino la montaña rusa. Y claro, luego nos sorprendemos de que las relaciones duren menos que una suscripción a Netflix.
El programa, sin pretenderlo, desnuda nuestra superficialidad. Nos enseña que lo sexual muchas veces pesa más que lo emocional, que la atracción rápida importa más que la ternura lenta. Queremos química, pero química de laboratorio explosivo, no la química de la confianza, la que se cocina despacio.
Eso no significa que las personas que participan en First Dates sean frívolas. Al contrario: muchas veces sus manías y exigencias son intentos de protegerse. Cada “me gustan altos” esconde quizás una inseguridad. Cada “no quiero hijos” puede ser un miedo a repetir historias dolorosas. Cada “tiene que ser musculoso” revela tal vez el temor a no sentirse suficiente. El problema no es tanto lo que dicen, sino que hemos convertido esas condiciones en la primera y, a veces, única puerta de entrada al amor.
Y así nos va.
Lo curioso es que, a veces, esas mismas personas que llegan con una lista cerrada de requisitos acaban sorprendidas. “No era mi tipo, pero me ha gustado”, confiesan. Y ahí está la esperanza: el amor, cuando aparece, desordena las listas, derriba los muros, nos enseña que lo esencial nunca cabe en un prototipo. Que la ternura no se mide en centímetros ni en tatuajes.
Pero la televisión también nos retrata a nosotros, espectadores. Nos reímos de sus rarezas, pero al día siguiente repetimos los mismos patrones en nuestra vida. Swipeamos en Tinder o en Instagram con la misma lógica: foto buena, like; foto mala, next. Es fácil juzgar a los que van a la tele, pero todos participamos del mismo juego. La diferencia es que nosotros lo hacemos en silencio y ellos lo hacen con cámaras.
El amor convertido en casting. El corazón reducido a algoritmo. Y así nos va.
No pretendo ponerme moralista. Todos hemos caído en la tentación de lo fácil, de lo superficial, de lo inmediato. Y todos, alguna vez, hemos sentido la atracción por lo que nos hace daño. Forma parte de ser humano. Pero lo peligroso es que, como sociedad, estamos alimentando un modelo donde lo único importante parece ser lo sexual, lo excitante, lo fugaz. Hemos confundido intensidad con profundidad, piel con alma, deseo con amor.
Y no, no son lo mismo.
El amor verdadero no da titulares, ni genera espectáculo, ni siempre arranca carcajadas. El amor verdadero es más silencioso y menos vendible: está en hacer la compra juntos, en esperar al otro después de un mal día, en respetar sus silencios, en abrazar su fragilidad. Y ese tipo de amor, el que no entra por los ojos ni en un programa de televisión, es el que realmente sostiene una vida.
Quizá por eso programas como First Dates nos fascinan tanto: porque nos muestran lo que creemos buscar, pero también nos recuerdan lo que nos falta. Nos reímos de sus extravagancias, pero tal vez sea risa nerviosa. Nos burlamos de sus manías, pero al mismo tiempo nos reconocemos en ellas. Y ahí está la grandeza de este experimento televisivo: que entre plato y plato nos deja la pregunta incómoda.
¿Estamos buscando amor… o solo un espejo que confirme nuestros prejuicios?
La respuesta no la tiene la tele. La tenemos cada uno cuando miramos a la persona que tenemos delante sin medirle la estatura ni contarle los tatuajes. Cuando somos capaces de ver lo invisible, de reconocer lo que no cabe en un perfil ni en un menú.
Porque, al final, el amor no se pide como un plato de restaurante. No es “camarero, me trae uno alto, moreno y con sentido del humor, por favor”. El amor se cocina despacio. Y si se hace bien, alimenta toda la vida.
Ojalá First Dates siga siendo un entretenimiento, pero que nosotros aprendamos a no confundirlo con una guía. Ojalá sepamos reírnos del espectáculo sin convertir nuestra vida en un casting. Y ojalá no olvidemos nunca que lo que nos salva no es la adrenalina ni la apariencia… es la ternura.