Hay viajes que nos transforman. Porque salir de lo de siempre, ver otros paisajes, otras formas de vivir, te sacude por dentro. Conocer otras culturas, probar comidas distintas, escuchar otros idiomas, perderse por calles donde todo huele diferente, es suficiente para darnos cuenta de lo pequeños que somos y de cuánto nos queda por aprender.
Salimos pensando que venimos del lugar más bonito del mundo, convencidos de que no hay nada como lo nuestro… y de pronto, el viaje nos enseña que hay miles de formas de vivir, de mirar, de nombrar la belleza. Y que quizás no estábamos tan en el centro como pensábamos. Como dicen por ahí, la ignorancia se cura viajando. Y eso está muy bien.
Pero hay otro viaje, más profundo, que casi siempre dejamos para después: el de volver a nosotros mismos. Porque da igual lo lejos que vayas… si por dentro estás revuelto, el paraíso también se vuelve ruido. Puedes estar en Bali, en tu pueblo o en la cima de una montaña, y seguir sintiéndote perdido. Se trata de aprender a estar contigo. De dejar de buscar lejos lo que llevas tiempo necesitando dentro. Porque la felicidad no es un destino. Es una forma de estar. Y, sobre todo, es una decisión.
Esta es una charla contigo. Con quien ya no quiere fingir. Llevo tiempo hablando de esto. A veces en silencio, otras con rabia, muchas con ternura. Pero siempre con una certeza: lo que más me duele no es lo que pasa fuera, sino lo que no sé sostener por dentro.
Porque si lo pienso bien, ¿cuánta gente conozco que esté en paz consigo misma? Que no tenga que demostrar nada. Que no se pierda en exigencias. Que se acepte, así, tal como es. Poca. Muy poca.
Y eso lo explica casi todo: relaciones que duelen, adicciones silenciosas, ansiedad sin nombre, noches sin descanso, palabras que hieren, expectativas que ahogan. Mucho de ese malestar nace de una desconexión interna. No nos enseñaron a estar con uno mismo. Nos enseñaron a agradar, a rendir, a encajar.
Y sin embargo, hay un camino. No fácil, pero real. Se llama conocerse. Volver. Pararse y escuchar.
No es un proceso bonito al principio. Ni cómodo. Porque al mirar hacia dentro no siempre vemos luz: a veces encontramos miedo, vergüenza, heridas no cerradas. Pero ahí empieza todo. Ahí empezamos a respirar distinto. A entendernos. A soltarnos.
No se trata de cambiar. Se trata de recordar. De recuperar la voz. La calma. La capacidad de estar con uno mismo sin necesidad de disfraz. De no exigirme ser perfecto, sino ser auténtico. De dejar de sobrevivir… y empezar a vivir.
A veces la vida es una montaña rusa. Un día parece que todo fluye, que por fin estamos donde queríamos estar, y al siguiente se complica todo de golpe. Nos pasan tres cosas malas seguidas y sentimos que el suelo tiembla. La vida es así. Tiene sus subidas y sus bajadas. Y tal vez el reto no está en evitarlo, sino en saber estar. Disfrutar con los pies en el aire cuando estemos arriba, sin creernos invencibles. Y cuando toquen curvas o descensos, no hundirnos del todo. Respirar, aprender, sostenernos. Porque muchas veces lo que parecía una mala noticia resulta ser una suerte disfrazada. Y otras, lo que parecía perfecto se acaba volviendo en nuestra contra.
Yo lo estoy intentando. Puede que tú también. No siempre nos sale. Pero nos va saliendo más a menudo. Y eso ya es mucho.
He ido reconociendo patrones. Formas de reaccionar que ya no me representan. Frases heredadas que ya no quiero repetir. Maneras de protegerme que ahora me ahogan. Ver eso ya es sanar un poco.
He descubierto que la rutina no es el problema. El problema es vivir en automático. A veces, pelando una papa o tendiendo una sábana, puedo saber cómo estoy por dentro.
He hecho las paces con mis contradicciones. Ya no busco tenerlo todo claro, sino tenerme claro a mí. A veces caigo. Pero ya no me trato con dureza. Me abrazo.
Y he aprendido que la paz no es un destino. Es una manera de caminar. Se cultiva. Se cuida. Se elige cada día, a ratos. Incluso cuando hay ruido. Incluso cuando duele.
Y cuando empiezo a estar bien conmigo, descubro que el lugar es lo de menos. Porque entonces ya no necesito escapar. Ya no necesito huir para respirar. Encuentro belleza en lo simple. En un banco al sol. En la cara de alguien que me escucha. En lo que antes pasaba por alto. Cuando hay paz dentro, todo empieza a parecer hogar.
Volver a casa no es renunciar. Es regresar. Volver al centro. A la raíz. Al lugar desde el que puedo mirar al mundo sin perderme. Es el acto más valiente: dejar de vivir para complacer y empezar a vivir para ser.
Y si tú, que estás leyendo esto, estás en mitad de ese viaje, solo quiero decirte: no estás sola. Esto también lo estoy escribiendo contigo. Gracias por estar. Por seguir buscando. Por no rendirte. Sé que a veces te preguntas si hay salida. La hay. Pero empieza hacia dentro.