Hay clubes que no se entienden solo por lo que hacen en el campo. Se entienden por lo que despiertan. Por lo que representan. Por lo que nos han hecho sentir a lo largo de los años.
La UD Las Palmas es uno de esos casos. Para muchas personas, no es solo un equipo: es parte de su historia. De su infancia. De su manera de sentir.
Pero también es una realidad que, desde que se convirtió en una Sociedad Anónima Deportiva, ha crecido la sensación de alejamiento entre la empresa y la afición.
Esta temporada no solo ha sido difícil por el descenso, sino porque ha hecho evidente que muchas decisiones se tomaron sin tener en cuenta el sentir de la grada. Faltó cercanía, faltó empatía, faltó ese puente que convierte a un club en una comunidad.
Este texto nace de esa sensación compartida, de ese vacío que muchos han sentido en las gradas y en el alma por lo que una vez fue el club de nuestro pueblo. Y de una pregunta que late con fuerza tras una mala temporada: ¿Y si en lugar de buscar culpables, buscamos la manera de entendernos?
Porque el fútbol, como la vida, no se gana solo con talento o dinero. Se gana con vínculos, con respeto, con sentimiento de equipo, de familia.
Y aunque este último año haya dolido, hay derrotas que enseñan más que mil victorias. En el fútbol también se aprende perdiendo. Por eso debemos evitar volver a repetir los mismos errores. Todavía estamos a tiempo de decidir cómo queremos seguir jugando.
La Unión Deportiva Las Palmas cumple 75 años. Y para muchas personas representa buenos momentos, recuerdos y emociones. Recuerdos del viejo Estadio Insular lleno un sábado por la noche, su olor a césped recién cortado y a jareas. Experiencias compartidas con tu hijo, con tus hermanos, con tus amigos, como cuando ganamos al Real Madrid 4-2. Recuerdos de ver a esos jugadores que marcaron una época, mucho de ellos de la cantera, y que nos hacían sentir que todo era posible. Por eso la UD es identidad, es memoria, es comunidad. Está construida de afectos, de errores, de celebraciones y de derrotas.
Pero hoy, nos guste o no, es una Sociedad Anónima Deportiva. Tiene un propietario, un presidente, que toma las decisiones, que ha invertido, que ha sostenido el proyecto en momentos complicados. Eso se reconoce y se valora. Lo ha hecho con autonomía, contratando a su gente de confianza (y despidiendola cuando lo cree oportuno), como hacen todas las empresas. Y lo ha hecho con aciertos y errores, como es lógico.
Pero este club, aunque sea una empresa, no es una empresa cualquiera. Tiene algo, de un valor incalculable, que no aparece en los balances: el amor de su gente. Y ese amor no se puede comprar. Se debe de cuidar. Se tiene que honrar.
La afición también ha cambiado. Muchos ya no somos los mismos de hace 30 años. Somos personas adultas, con experiencia, con madurez emocional. Sabemos que las decisiones ya no pasan por nosotros. Que no tenemos voz. Pero eso no significa que no tengamos corazón.
Y sí, sabemos que no somos el Athletic Club de Bilbao, ya nos gustaría. Allí hay socios, decisiones colectivas, un modelo de cantera y pertenencia que se ha convertido en orgullo de un territorio. Aquí, el modelo es distinto. Pero también tenemos una isla entera que mira, que apoya, que siente. Tenemos gente que no falla. Que alienta. Que sufre. Y que sueña.
Y, además, nos jugamos mucho más de lo que parece. Porque que la Unión Deportiva esté en Primera División no solo es una ilusión deportiva. Es economía para la isla. Es imagen. Es autoestima colectiva. Es un espejo para la juventud, un símbolo para quien empieza a soñar con ser parte de algo. Y ahora que el estadio va a ampliarse, ahora que podríamos tener 40.000 abonados y marcar una diferencia real… la pregunta es: ¿Cómo se construye ese salto? ¿Cómo se hace posible ese sueño?
La respuesta no está solo en los despachos ni en el césped. Está en cómo nos tratamos. En cómo se construyen los vínculos. No se trata de hacer asambleas ni votar cada decisión, pero sí de no aislarse, de no gobernar de espaldas a la afición.
Porque cuando un club se abre a su comunidad, cuando es generoso y se deja querer, entonces sí se convierte en el equipo de la isla. Entonces sí vienen más abonados, más patrocinadores, más ilusión compartida.
Si no se construyen objetivos comunes, si no hay un horizonte compartido, entonces es natural que la afición también se desilusione. Que reclame. Que pida cambios. Porque el amor no es fidelidad ciega. El amor también tiene dignidad.
Por eso esta carta no es una queja. Es una propuesta. Una mirada compartida. Una manera de decir: si hablamos, si nos escuchamos, si nos respetamos… podemos construir algo que no ganará la Champions ni tendrá estrellas mediáticas, pero tendrá algo mucho más valioso: orgullo, comunidad. Y una forma de hacer las cosas que, si se hace bien, podría ser ejemplo para todo el fútbol.
Si esta carta llega a quien gestiona el club, que la reciba como una mano tendida, como un pase al pie, como un gesto de quien quiere jugar en el mismo equipo. Porque aquí nadie quiere perder. Todos, cada cual desde su sitio, deseamos que esto funcione, que esto emocione, que esto inspire.
No se puede apelar a la pasión de la gente solo cuando llegan las malas rachas, mientras el resto del tiempo se gestiona de espaldas a ella. El vínculo emocional no es un eslogan: es un hilo que, si se estira demasiado, se rompe. Y cuando se rompe, cuesta mucho volver a unirlo.
Si esta relación se queda en lo puramente comercial, se aceptará. Pero entonces habrá que asumirlo. El club ofrecerá un producto, y habrá quien lo compre y quien no. El vínculo se volverá transacción. Y se perderá el alma, la magia, la emoción.
En este caso la afición, con la misma madurez con la que aprendió a querer a este club también se despedirá. Porque amar también es saber retirarse a tiempo cuando no se es valorado. Porque el amor, si no es correspondido, se convierte en desgaste. Y una buena afición también merece ser cuidada por el club al que entrega su voz, su tiempo, su dinero, su ilusión.
Pero si el presidente cuida los vínculos, si escucha, si reconoce el valor mutuo, entonces puede pasar algo mucho más grande. Podemos volver a construir un proyecto con alma. Una empresa con corazón. Porque al final, esto no va solo de resultados. Va de relaciones, de cómo nos tratamos. Va de pertenencia. Va de cómo nos cuidamos en la derrota… para celebrarnos con más fuerza cuando llegue la próxima victoria.
Tal vez no ganemos títulos cada temporada. Pero ganaremos algo más importante: la sensación de que esto es de todas y todos, de que formamos equipo. Y que lo estamos haciendo bien.
Como el fútbol. Como la vida.