Desarmarnos por dentro

A veces me quedo mirando las noticias con el corazón encogido. No entiendo nada. O lo entiendo todo y me duele más. Gaza, Sudán, Ucrania, Yemen... El horror parece repetirse como si fuera inevitable, como si ya no nos sorprendiera. Pero algo en mí se rebela. No quiero acostumbrarme. No quiero mirar para otro lado. No quiero que la única respuesta posible sea la violencia. Este texto nace desde ahí. Desde el desgarro, pero también desde la necesidad de entender, de unir piezas, de preguntarme en voz alta qué nos ha pasado como humanidad... y si aún hay algo que podamos hacer para no rendirnos del todo.

El problema es que nos estamos anestesiando. Miramos la guerra como si fuera una película. Cambiamos de canal. Nos parece terrible… y luego seguimos comiendo. Porque no ocurre aquí. Porque no duele tanto desde el sofá. Y eso, la indiferencia, también es una forma de violencia.

Hay palabras que arden. Gaza es una de ellas. Pero no está sola. Cada vez que una bomba cae sobre una escuela, cada vez que un convoy humanitario es atacado, cada vez que un niño muere de hambre mientras el mundo mira hacia otro lado, lo que se quema no es solo un lugar: es un poco más de nuestra humanidad.

Y sin embargo, seguimos actuando como si esto fuera una excepción. Como si Gaza fuera una anomalía. Pero la verdad es otra: la violencia ha sido una constante en la historia de la humanidad.

Desde los imperios antiguos hasta los tratados comerciales actuales, la lógica de imponer por la fuerza, militar, política o económica, ha sido la norma. Roma, Egipto, Babilonia... luego los conquistadores de América, el colonialismo europeo, las dos guerras mundiales, las invasiones modernas. Todo justificado en nombre de Dios, del Progreso, de la Seguridad o del Mercado.

Pocos episodios reflejan tan crudamente esta lógica como el reparto de África, sellado en la Conferencia de Berlín en 1885. Las potencias europeas, sin consultar a los pueblos africanos, trazaron fronteras artificiales y se repartieron un continente como si fuera una tarta. Saquearon sus recursos, impusieron lenguas, religiones, gobiernos títeres. Y cuando ya no interesaba, lo abandonaron todo, dejando atrás heridas étnicas, fronteras absurdas y un desequilibrio que aún hoy genera guerras y sufrimiento.

El caso del Congo bajo dominio belga, con millones de muertos por el caucho. Ruanda, con un genocidio impulsado por divisiones coloniales. Somalia, Nigeria, Sudán… cada país con su historia de saqueo y abandono. África no es pobre: ha sido empobrecida.

En la India, el imperio británico hizo lo propio. Explotó su economía, destruyó su industria textil, y dejó tras de sí una división sangrante que aún hoy enfrenta a India y Pakistán. Más de 30 millones de personas murieron por hambrunas bajo control colonial británico. Todo en nombre de la civilización.

Estos episodios no son pasado. Son presente. Las guerras actuales, la pobreza estructural, los desplazamientos forzados… todo tiene raíz en esa violencia histórica. Por eso, las migraciones hacia Europa no son una invasión: son la consecuencia lógica de siglos de intervención y abandono. Si una persona no puede vivir en paz en su país, buscará refugio en otro. Y ese otro, a menudo, es el que contribuyó a arruinar el suyo.

Mientras tanto, las potencias se rearman. Europa gasta cientos de miles de millones en industria militar. España también. Se firman contratos, se venden armas, se normaliza la guerra como si fuera una necesidad. Pero detrás de cada guerra hay intereses económicos. Detrás del sufrimiento, hay beneficios.

Sí, la guerra es un negocio. Y eso es lo más obsceno. Aquí es donde entra la gran contradicción. Muchas personas dicen: “España debería salirse de la OTAN”, “no deberíamos invertir en armas”. Pero no es tan fácil. Porque vivimos en un mundo globalizado. Porque queremos estar en la Unión Europea, queremos estabilidad, crecimiento, comercio. Y eso implica aceptar ciertas reglas del juego. Y esas reglas, muchas veces, nos colocan del lado de la violencia, aunque no queramos.

Entonces, ¿qué puede hacer España? No es realista salirse de todo. No es eso lo que propongo. Pero sí creo que España debe alzar la voz. Insistir hasta la saciedad: la única salida es la paz. Liderar con firmeza una cultura de paz, proponer otra forma de resolver conflictos, apostar por el derecho internacional, por el diálogo, por la mediación. No podemos salirnos del mundo. Pero sí podemos intentar cambiarlo desde dentro. España no puede desarmar el planeta, pero sí puede liderar una cumbre por la paz mundial. Una cumbre que no hable de armas, sino de justicia, de reparación, de historia, de humanidad.

A veces, el panorama es tan complejo, que sentimos que no podemos hacer nada. Que da igual manifestarse, protestar, firmar un manifiesto. Que todo sigue igual. Pero hay algo que sí podemos hacer: no convertirnos en parte de la espiral.

Podemos cuidar nuestras palabras. Resolver los conflictos sin herir. Escuchar. Acompañar. Elegir a quienes representen valores éticos. Educar en empatía. Desactivar la violencia en nuestras casas, trabajos, relaciones. Porque la guerra también empieza en lo pequeño.

Y si alguna vez sentimos que eso no es suficiente, pensemos: ¿qué ocurriría si todo el mundo hiciera lo mismo? Tal vez el mundo no cambiaría de golpe. Pero sí dejaría de justificarse tanto horror.

Quizá no podamos detener las guerras. Pero sí podemos elegir no participar en su lógica. Porque desarmar el mundo empieza por desarmarnos por dentro.

Me imagino a una niña en Gaza, a un anciano en el Congo, a una madre en la India, a un joven en Canarias leyendo este texto. No se conocen, pero los une algo invisible: las heridas que dejó la historia. Ojalá un día se encuentren, no entre ruinas ni alambradas, sino en un mundo donde por fin las palabras pesen más que las armas.

Gaza es la herida visible. África, la ignorada. La India, la antigua. Las migraciones, la consecuencia. El negocio de la guerra, la vergüenza. La indiferencia, la enfermedad. La paz, el camino. Y nosotros, la posibilidad.

Ojalá te sirva,... ojalá nos sirva.