Dicen que vivimos en una democracia, pero ¿Puede llamarse democracia un sistema donde la corrupción forma parte del modo habitual de gobernar de casi todos los partidos políticos? ¿Dónde las empresas pueden comprar contratos públicos a golpe de comisiones sin que pase nada? ¿Dónde los partidos que prometen regeneración hacen lo mismo que criticaban, porque lo que quieren no es cambiar el sistema, sino heredar el sillón?
La corrupción no es solo robar dinero público. Es también colocar a dedo, inflar contratos, conceder favores, saltarse los procedimientos, callar ante el abuso, beneficiar a los amigos, mirar hacia otro lado. Es usar lo común para el beneficio propio. Es traicionar la confianza de la gente. Y por eso duele tanto: porque no es solo un delito, es una forma de desprecio hacia quienes sí intentan hacer las cosas bien.
La corrupción también roba agilidad, confianza y eficacia a la administración pública. Cada escándalo deja como secuela más burocracia, más controles, más normas pensadas para evitar el fraude… pero que terminan asfixiando también a quienes quieren trabajar con honestidad. Las empresas honradas se ven atrapadas en un laberinto de trámites y sospechas que las pone al mismo nivel que quienes hacen trampas. Y muchos funcionarios y funcionarias nos vemos obligados a cumplir procedimientos tan lentos y rígidos que nos impiden ser eficaces. Así, la desconfianza lo inunda todo: se paraliza la contratación, se multiplican los filtros, se alimenta el miedo a equivocarse. Y al final, quienes pagan las consecuencias no son los corruptos, sino la ciudadanía que espera una ayuda, un servicio, una solución.
Los últimos escándalos del Partido Socialista, con nombres como Koldo García, Santos Cerdán o Ábalos, no son casos aislados. Son el reflejo de una cultura política profundamente enferma. Como lo fueron antes los incontables casos del Partido Popular: Gürtel, Bárcenas, Lezo, Púnica, Kitchen… y los que vendrán. Porque esto no es una excepción. Es la norma.
Ambos partidos, que han gobernado en casi todos los niveles de la administración desde que se instauró esta democracia, han estado implicados en tramas de corrupción a pequeña, mediana y gran escala. Y el daño no es solo económico. Es emocional. Es democrático. Es ético. Es un golpe a la esperanza colectiva. Porque cuando vemos que roban, y no pasa nada, algo se quiebra por dentro.
Y lo peor es que no hablamos solo de personas corruptas. Hablamos de estructuras. Hablamos de partidos que colocan a dedo a sus fieles, no por su valía, sino por su lealtad ciega, y los mantienen, aunque mientan, aunque abusen, aunque gestionen de forma desastrosa. Se rodean de mediocres y de oportunistas. Gestionan como si el dinero público fuera un botín a repartir entre los suyos. Se creen intocables. Y a veces lo son.
Porque la ley lo permite. Porque la justicia va lenta. Porque las sanciones son ridículas. Aunque existen artículos del Código Penal y leyes que contemplan penas por cohecho, fraude, tráfico de influencias… la realidad es que se aplican poco, tarde o nunca. Las empresas que pagan comisiones ilegales pueden volver a contratar con la administración tras una multa, o incluso sin ninguna sanción firme. Y los políticos siguen en sus cargos como si no hubieran roto un plato. Como si todo fuera una anécdota.
Si de verdad quieren cambiar el sistema, en lugar de pedir perdón, deberían aprobar una ley nueva. Una ley clara, firme, valiente. Que diga sin rodeos: si una empresa paga comisiones, queda excluida para siempre de contratar con cualquier administración pública, sea estatal, local o europea. Si un cargo público cobra una mordida, va a prisión y es inhabilitado de por vida. Y si un partido lo propuso, su presidente debe dimitir. Solo así se frenará esta enfermedad. Solo así dejarán de blindar a los golfos y empezarán a seleccionar con rigor a su gente.
Muchos dicen: “no todos los políticos somos iguales”. Y es cierto. Hay personas honestas, que trabajan con vocación y dignidad. Pero la pregunta incómoda sigue en pie: si el corrupto es de tu partido, ¿qué haces? ¿Lo denuncias? ¿Exiges su dimisión? ¿Te enfrentas a la dirección si es necesario? Porque si no lo haces, si callas, si acatas, si priorizas la lealtad a las siglas, entonces tu honestidad pierde fuerza. Y al final, tu silencio también te hace daño.
Los primeros que deberían alzar la voz son los compañeros del partido. No la oposición. No la ciudadanía indignada. Quienes trabajan desde dentro, quienes saben lo que pasa, quienes no pueden alegar ignorancia. Porque por culpa de los sinvergüenzas, también queda en entredicho su trabajo limpio. Y no es justo. Pero tampoco es justo que callen por interés.
Y sí, también tenemos que mirarnos como sociedad. Porque tal vez permitimos esto. Porque nos hemos acostumbrado a la trampa, al enchufe, al “tonto el último”. Porque admiramos al que se cuela, al que defrauda, al que "sabe moverse". Porque hay quien dice: “yo haría lo mismo si pudiera”. Y así, sin darnos cuenta, validamos lo injustificable. Creamos un país donde la corrupción no es un escándalo, sino una rutina.
Esto es destructivo. Y duele. Duele ver cómo se desmantelan servicios públicos mientras se desvían millones en sobres. Duele ver cómo se desprecia a las personas honestas. Duele comprobar que la política está cada vez más alejada de la vida real. Que el desencanto crece. Que muchas personas, aún queriendo votar con conciencia, ya no ven alternativas.
No basta con indignarse. Hay que actuar. Y para eso hacen falta cambios profundos. No recambios de caras. No “quítate tú para ponerme yo”, como si eso resolviera algo. No sirve de nada que se turnen si los dos hacen lo mismo. Hace falta un cambio radical. En los partidos, en las leyes, y también en la ciudadanía. Porque el problema no es solo lo que hizo el PP, ni lo que hace el PSOE. Es cómo funcionan los partidos por dentro: como agencias de colocación, como estructuras de poder que premian la obediencia y castigan la conciencia. Y eso hay que romperlo.
Hace falta una reforma del sistema electoral. Hace falta que podamos votar a personas, no solo a listas cerradas que otros ya decidieron por nosotros. Y hace falta, sobre todo, que podamos decidir de verdad. Que haya referéndum vinculantes cuando una ley sea clave. Que la ciudadanía pueda corregir el rumbo del país sin tener que esperar a nuevas elecciones. Porque si el pueblo no puede decidir, entonces ¿quién gobierna realmente?
La democracia no se salva sola. Se salva cuando no dejamos que los mismos de siempre la vacíen por dentro. Cuando dejamos de mirar para otro lado. Cuando no aceptamos más chantajes emocionales ni estrategias de miedo. Cuando no compramos el “o yo o el caos”, porque ya sabemos que muchas veces el caos… son ellos.
Una democracia real exige otra cosa. Exige ética. Exige justicia. Exige reformas profundas. Exige consecuencias. Y exige también que no aceptemos más lo que nunca debimos permitir.