Nos cruzamos cada día con muchas personas, en la calle, en el trabajo, en la guagua, en el supermercado… y, aun así, la mayoría de las veces nos olvidamos de mirar más allá de nosotros mismos.
Si te paras a observar, verás que la gente es diversa: de distintas edades, con distintas capacidades, distintos gustos, distintas historias. Puede que alguno tenga una discapacidad. Puede que otro sea superdotado. Puede que una persona tenga mucho dinero y otra apenas llegue a fin de mes. Todos distintos, todos necesarios. Y juntos formamos la sociedad, nuestra sociedad: tan plural, tan compleja, tan viva, que nos enriquece a cada paso.
¿Has pensado alguna vez que en Gran Canaria nos levantamos cada día cientos de miles de personas distintas? Esta isla es un mosaico donde cada pieza importa. Unas cultivan la tierra, otras enseñan, otras cuidan, acompañan, gestionan, escuchan o alegran el día. Cada oficio sostiene algo esencial. Entre todas esas personas —las que vemos y las que casi nunca se ven— se construye la vida. No hay trabajos pequeños cuando lo que se hace ayuda a sostener lo común.
Porque cuando una persona brilla, ilumina a las demás. Ya que la bondad, aunque no salga en los periódicos, también construye futuro. Porque cada vida es una lección, cada rostro guarda un pedacito de historia y cada historia hace más grande a Gran Canaria.
Y lo más importante, no hay vidas pequeñas. Todas importan, incluso las que no producen. Las personas mayores, quienes viven con alguna discapacidad importante o quienes aún están aprendiendo a vivir, nos recuerdan lo esencial: que no valemos por lo que hacemos, sino por el amor que damos. Son quienes nos devuelven el sentido cuando todo se acelera.
La diversidad no divide la isla, la enriquece. De norte a sur somos distintos, sí, pero nos une el cariño, la costumbre de saludarnos aunque no nos conozcamos, el modo en que el mar y la montaña parecen entenderse sin hablar. Cada municipio tiene su historia, su acento, su manera de mirar el mundo. Y en todos ellos hay algo que nos recuerda que lo que nos une es más grande que lo que nos separa.
Porque la isla —esta, la tuya, la mía, la de todos— no es solo un lugar: es una forma de querernos, un espacio común donde aprendemos, a veces con torpeza, a convivir.
Y para aprender a convivir hay cuestiones, para mí, muy importantes: Las personas mayores no sobran y las jóvenes no son promesas, son presente. Cada generación tiene algo que enseñar y algo que aprender. Las arrugas cuentan historias de amor y coraje, y la experiencia no pesa: guía. La juventud empuja, la madurez sostiene, la infancia inspira.
Educar en valores es la base de todo. Desde la infancia deberíamos aprender que nadie vale más por tener más, por correr más o por pensar igual que la mayoría. Educar en el respeto, en la empatía y en la bondad es enseñar a convivir. No basta con repetir normas: hay que mostrar con el ejemplo que la diferencia no se teme, se respeta. Escuchar, compartir y cuidar son gestos revolucionarios cuando el mundo empuja al individualismo. Los valores no se enseñan solo en la escuela; se aprenden en casa, en la calle, en la manera en que tratamos a quien no se parece a nosotros.
Ser o pensar diferente no es el problema. El problema aparece cuando no se respeta. El respeto empieza cuando dejamos atrás los prejuicios y se demuestra en los pequeños gestos: una palabra amable, una mirada limpia, una mano que ayuda sin esperar nada a cambio.
Convivir vale más que incluir. “Incluir” suena a un favor, como si alguien tuviera la llave para dejar entrar a personas que están fuera. Convivir, en cambio, no necesita permiso. Es reconocernos iguales, compartir la vida, los espacios y los derechos desde el principio, sin jerarquías ni privilegios. No se trata de dejar entrar a nadie, sino de recordar algo mucho más simple y profundo: todas las personas ya formamos parte de la sociedad, desde siempre.
La convivencia, como los árboles, crece despacio, con cuidado, con raíces profundas. Cada gesto de empatía, cada palabra que no humilla, cada abrazo que se da a tiempo es como esa lluvia horizontal que riega el bosque donde todos respiramos.
Es urgente entender esto, porque en los últimos años hemos visto cómo crecen los discursos que señalan, insultan o ridiculizan a quienes son diferentes. Se persigue lo que no se entiende, como si la diversidad fuera una amenaza y no una riqueza. A veces basta con tener una piel distinta, una forma de amar diferente o una opinión contraria para convertirse en blanco del odio. Y eso ya lo hemos visto antes en la historia, cuando los totalitarismos quisieron fabricar sociedades “puras” y acabaron destruyendo todo lo humano. La diversidad no es un riesgo; el riesgo es perder la empatía.
Tampoco podemos olvidar lo injusta que ha sido la sociedad con quienes se salían del molde. A las personas homosexuales y transexuales se las ha señalado, humillado y castigado simplemente por ser. Han sufrido burlas, agresiones, desprecio e incluso el rechazo de sus propias familias. La historia reciente está llena de silencios, golpes y armarios forzados.
Y todavía hoy, cuando alguien se atreve a vivir en libertad, hay quien le responde con insultos o violencia. No hace tanto que amar a una persona del mismo sexo era delito; no hace tanto que ser quien realmente eres podía costarte el trabajo, la familia o la vida. Esa crueldad no se puede olvidar, porque una sociedad que olvida su vergüenza corre el riesgo de repetirla.
Ser uno mismo no debería dar miedo. Nadie debería pedir perdón por ser quien es. Amar distinto también construye mundo. La vida tiene millones de formas bellas y, por eso, la diversidad no se explica, se celebra.
Ninguna bandera, ni ninguna fe, ni ningún apellido nos hace mejores. El valor de una persona no está en lo que cree, ni en cómo ama, ni en dónde nació, sino en cómo trata a los demás. Quien desprecia al diferente se empequeñece sin saberlo. Porque la grandeza no está en imponerse, sino en convivir.
Se trata, por tanto, de aprender que la diversidad no es una amenaza: es una lección. Nos enseña que hay mil maneras de amar, de pensar, de crear, de vivir. Que lo que nos une no es ser iguales, sino aprender unos de otros.
Gran Canaria no es solo una isla: es una forma de querernos. Una manera de convivir, de mirarnos sin miedo, de entender que nadie necesita invitación para ser parte de la vida. Cuando reconocemos el valor de cada persona, la isla se convierte en lo que de verdad es: una sola alma hecha de miles de corazones distintos.
Convivir es reconocer que la vida se sostiene con muchas historias diferentes que se entrelazan como las ramas de un árbol. El árbol de la diversidad: ese que solo crece si nadie lo tala con prejuicios. Porque no todas las hojas del árbol son iguales, y es justamente ahí, en esa mezcla de formas, colores y acentos, donde la vida —y esta isla— encuentran su belleza.