En los últimos tiempos, parece que todo el debate público se reduce a: Si una persona transexual puede usar un baño u otro, o si puede participar en las competiciones deportivas. Si un menor inmigrante no acompañado debe ser acogido o rechazado. Si la mujer del presidente cometió alguna irregularidad o si el novio de una presidenta autonómica tiene negocios poco claros.
Ese es el ruido. Eso es lo que llena tertulias, titulares y redes sociales. Pero mientras nos entretienen con estas polémicas, algunas legítimas, muchas forzadas, se nos escapan entre los dedos las preguntas verdaderamente urgentes: ¿Qué modelo de sociedad estamos construyendo? ¿Queremos una sanidad pública que funcione? ¿Queremos escuelas con justicia y recursos? ¿Un entorno limpio, seguro y accesible? ¿Queremos que nadie se quede atrás?
Las personas trans, aunque son una minoría muy pequeña, tienen los mismos derechos que cualquiera. Los menores que migran solos también merecen protección, no convertirse en chivos expiatorios. Y sí, es legítimo investigar si alguien comete un delito. Lo que no es legítimo es convertir lo privado en arma arrojadiza mientras nos enfrentan con polémicas para alejarnos de lo verdaderamente importante.
Afortunadamente, cada persona es libre de votar lo que quiera. Si la decisión es consciente, nada que objetar. Eso es la democracia: a veces no gana tu opción, pero se respeta. Lo trágico ocurre cuando muchas personas, sin saberlo, terminan votando a quien las perjudica. Como el migrante que votó a Trump y luego fue deportado. Como quien exige pagar menos impuestos y luego se sorprende cuando le quitan la beca a su hija. Como quien sufre un infarto, y es salvado por una sanidad pública que no le pidió una tarjeta de crédito. Pruebas, ambulancias, operaciones, incluso trasplantes. Lo que haga falta. Miles y miles de euros puestos al servicio de salvar una vida... y, aun así, esa persona reniega de lo público. ¿Cómo se puede rechazar lo que te sostuvo cuando más lo necesitaste?
Y es que muchas veces votamos sin entender bien lo qué está en juego. No es ninguna tontería.
En Estados Unidos, Trump promete eliminar lo poco que queda de lo público, bajarle los impuestos a los más ricos y dejar que el mercado lo decida todo, aunque millones de personas queden desatendidas. En Argentina, Milei ya ha pasado la motosierra: ha recortado pensiones, despedido a miles de trabajadores públicos, vaciado lo común. Y en Madrid, Ayuso presume de bajar impuestos mientras las listas de espera se disparan. Ese es su modelo: menos impuestos, sí. Pero también menos médicas, menos profesoras, menos justicia, menos cuidados. Porque todo eso se paga. Y si no hay dinero, no hay servicios.
Nos cuesta hablar de impuestos. Pero… ¿tú prefieres pagarlos o no? ¿Para qué crees que sirven?
Seguro que te has quejado alguna vez porque una guagua tarda, una carretera está fatal o hay meses de espera para una consulta médica. Exigimos agua y luz en las casas, calles limpias, playas cuidadas, bomberos, cultura, servicios sociales, salud mental, incluso policía. ¿Y quién paga eso?
Muchas personas buscan cómo pagar lo menos posible o incluso cómo no pagar. Y es comprensible: ha habido corrupción, despilfarros, políticos alejados de la gente. Pero hay una línea que no deberíamos cruzar: no pagar no es la solución.
Porque, aunque hoy no vayas al médico, quieres que esté ahí si lo necesitas. Aunque no vivas en Tejeda, sabes que alguien allí necesita una guagua para ir al hospital. Aunque no entres en la biblioteca, debe existir para quien la necesite.
Los impuestos sostienen lo común, aunque no lo uses todo. Si cada cual tuviera que pagarse su sanidad, su educación, su seguridad, su cultura o su transporte, solo las personas más ricas vivirían con comodidad. El resto… sobreviviríamos en una desigualdad imposible de disimular. Y cuando la desigualdad crece, se rompe todo: la convivencia, la seguridad, la comunidad.
Por eso, pagar impuestos, y que quien más tiene más aporte, no es un castigo. Es un pacto de convivencia. Eso sí: cada euro debe ser sagrado. Exijamos transparencia. Que no se premie al político con privilegios injustos. Que no se despilfarre. Si contribuimos, lo mínimo es que se gestione bien. Lo público debe funcionar. Y funcionar con dignidad.
Muchas personas creen sinceramente que lo justo es que cada quien se pague lo suyo. Que el Estado estorba. Que hay que avanzar a base de esfuerzo. Y sí, esa idea tiene fuerza. Apela a la libertad y al mérito. Especialmente en quien ha vivido con sacrificio.
Pero ese modelo también tiene sombras. Porque no todos partimos del mismo sitio. Porque no todos podemos competir en igualdad. Si todo hay que pagarlo... ¿qué pasa con quien no puede?
El otro camino es el que pone la vida en el centro. El que dice: ninguna persona vale menos por tener menos. Que la sociedad no es una suma de individuos, sino una red. Que lo público no es el problema: es la garantía de que lo común nos cuida. Este modelo afirma que nadie debería hundirse por no tener dinero. Que la salud, la educación y el cuidado no pueden depender del saldo de una cuenta bancaria.
El Estado del Bienestar no es perfecto. Tiene críticas legítimas: burocracia, lentitud, rigidez... y también hay picaresca. Hay personas que se aprovechan de algunas ayudas. A veces se cometen injusticias: quien más lo necesita queda fuera, y quien no lo necesita, se beneficia. Hay cosas que duelen, que indignan. Y sí, muchas veces hay que hacer cola, esperar meses o llenar papeles absurdos. Todo eso es cierto. Pero la solución no es destruirlo. La solución es mejorarlo. Hacerlo más justo y más eficaz. Porque cuando se rompe lo público, se rompe la igualdad. Y cuando se rompe la igualdad, se rompe el país.
No se trata solo de economía. En el fondo, se trata de humanidad. De preguntarnos qué clase de sociedad queremos ser. Si una donde cada cual se salve como pueda, o una donde cuidarnos sea lo que nos define. Porque con cada euro que invertimos nacen los hospitales que nos atienden, las escuelas que educan, las manos que cuidan, las leyes que protegen. No estamos hablando solo de números, estamos hablando de vidas. De dignidad. De justicia. Y de la posibilidad de que mañana sea un poco más habitable para todas las personas, no solo para unas pocas.
Pagar impuestos no es solo cumplir una ley. Es sostener la casa que compartimos. Una casa imperfecta, sí. Con goteras, con grietas, con cosas que arreglar. Pero es la única donde cabemos todas las personas. Y cuanto más la cuidemos, mejor viviremos en ella. Porque la patria no es una bandera: es una red que no deja caer a nadie. Lo público es ese hilo invisible que nos une.
La próxima vez que votes, hazlo con memoria y con conciencia. Pregúntate si eliges a quien recorta lo que te protege o a quien lo cuida y lo fortalece. Porque votar no es solo elegir un partido: es decidir en qué país quieres vivir… y de qué lado estás cuando lo común está en juego.