Cuando beber se confunde con vivir

Hace unos días, Claudia Costafreda, joven directora y guionista de éxito, conocida por su trabajo en series como Veneno y Cardo, confesaba públicamente su adicción al alcohol. Lo dijo sin rodeos, con la naturalidad de quien ha aprendido a convivir con esa realidad y la valentía de mostrar su fragilidad. Sus palabras, en realidad, nos muestran una verdad que incomoda: vivimos rodeados de alcohol, lo celebramos, lo ofrecemos, lo regalamos, lo usamos para brindar, para olvidar, para festejar y hasta para llorar. Y, sin embargo, nos cuesta admitir que detrás de esa copa “inofensiva” se esconde uno de los mayores problemas de salud pública de nuestro tiempo.

El alcohol está en todas partes: cumpleaños, bodas, funerales, partidos de fútbol, cenas familiares, inauguraciones de negocios. Está tan presente que parece imposible concebir un encuentro sin él. Y lo más llamativo es que si alguien dice “no bebo”, enseguida se convierte en sospechoso: ¿estará enfermo?, ¿será aburrido?, ¿estará embarazada?, ¿será un amargado? Esa presión social, disfrazada de broma, encubre una auténtica hipernormalización del alcohol.

Y lo grave es que el alcohol mata. Rompe familias, arruina carreras, deja huellas profundas en la salud física y mental. Según la Organización Mundial de la Salud, el alcohol provoca cada año más de 3 millones de muertes en el mundo. En España, más de 15.000 personas mueren anualmente a causa de su consumo. Y aun así, seguimos tratándolo como un símbolo de éxito, de fiesta, elegancia o glamour.

La relación entre alcohol y conducción también es mortal. No se trata solo de las muertes en carretera, que ya son demasiadas, sino también de las lesiones irreparables que dejan miles de personas con secuelas de por vida: tetraplejias, paraplejias, familias enteras destrozadas. El miedo no debería ser que te pare la policía en un control, sino la posibilidad real de matar a un inocente o de no volver nunca a casa por culpa de esas copas de más.

La paradoja es brutal: demonizamos otras drogas, pero blanqueamos el alcohol. Lo convertimos en icono de felicidad en los anuncios: una cerveza en la playa, una copa de vino en una cena romántica, un brindis navideño bajo luces brillantes. Lo que nunca se muestra es la otra cara: las discusiones, los accidentes, las depresiones, los silencios rotos de tantas casas.

Las adicciones no llegan de golpe. Entran de puntillas, disfrazadas de normalidad. “Es solo una copa para relajarme”, “es solo el fin de semana”, “es solo para socializar”. Hasta que un día esa copa ya no se elige: se necesita. Y cuando el alcohol manda más que la voluntad, la vida empieza a girar en torno a beber o no beber. El día entero se organiza alrededor de la próxima copa, al miedo de no tenerla o a la obsesión de conseguirla. Poco a poco, todo lo demás queda en segundo plano

Por eso la confesión de Claudia Costafreda es tan valiosa. Porque pone palabras a lo que miles de personas callan. Porque demuestra que la dignidad no está en ocultar, sino en decir: “soy adicta, y aquí sigo de pie”. Y porque recuerda que vivir en abstinencia no es un sacrificio, sino una forma de ganar claridad, energía y libertad.

Lo importante es entender que no hace falta tocar fondo para que el alcohol te haga daño. Incluso quienes no son adictos viven mejor si beben poco o nada. Quienes lo han dejado lo cuentan: se divierten más, tienen más energía, no hay resacas, no hay mensajes de madrugada de los que luego arrepentirse, no hay máscaras ni nieblas. Se vive con más presente. Se vive más limpio.

El problema nunca es solo individual. El alcohol golpea a las familias y lo hace de maneras silenciosas y brutales a la vez. Muchas veces es la causa de la violencia en el hogar: ¿Cuántas infancias se han pasado enteras con el corazón encogido, temiendo la llegada de un padre borracho y enfadado, aprendiendo que la única manera de evitar golpes, gritos o discusiones era quedarse en silencio, sin molestar, como si no existieran? ¿Cuántas mujeres no han contenido la respiración esperando que aquella noche no hubiera gritos, insultos o golpes?

El alcohol arrastra consigo a quienes están alrededor: amistades que se cansan de sostener a alguien que promete cambiar pero vuelve a caer, colegas que ven cómo una persona brillante se va apagando en silencio. La adicción no destruye solo a quien la padece, sino también a quienes le aman y le acompañan.

Y mientras tanto, la sociedad mira hacia otro lado. Apenas hay campañas contundentes. Apenas se habla del alcohol como lo que es: una droga dura, legal, omnipresente. En demasiados espacios todavía se sigue creyendo que sin beber no hay diversión, como si la alegría verdadera necesitara combustible de botella.

No se trata de demonizar a quien se toma una copa. Se trata de desmontar la idea de que sin beber no formas parte del grupo. Se trata de abrir los ojos: una copa no te hace más divertido ni más aceptado. Se trata de entender que lo importante es la compañía, no lo que llevas en el vaso.

Ojalá pongamos de moda la sobriedad. Ojalá nos demos cuenta de que bailar, enamorarse, reír a carcajadas o brindar por la vida no necesita de ninguna droga legalizada.

El alcohol seguirá estando ahí, probablemente. Pero el cambio empieza cuando decidimos ver la realidad tal cual es: el alcohol es una droga, causa adicción y destroza vidas. Solo si dejamos de maquillarlo podremos construir una sociedad más libre, más sana y más honesta.

La valentía de Claudia Costafreda debería inspirarnos. Porque vivir sin alcohol no es perder nada, sino recuperarlo todo: la alegría verdadera, la claridad de los días, la ternura de las noches. Ojalá un día podamos decir, sin miedo y con orgullo: elegí la vida, y me supo mejor que cualquier copa.

Y desde aquí, un agradecimiento sincero. A quienes han dado el paso de dejar de beber, demostrando que siempre hay camino de vuelta. A quienes acompañan en silencio, con paciencia, sin juicios, regalando apoyo en lugar de reproches. A quienes han perdido a alguien en esta batalla y aún así siguen sembrando conciencia para que otras personas no caigan. Gracias por recordarnos que la vida, desnuda y sin filtros, puede ser más intensa que cualquier resaca.

Quizás la gran pregunta es si algún día dejaremos de normalizar el abuso del alcohol, sobre todo entre la gente joven. No es fácil, porque la presión social es enorme.

Quizás el reto de nuestra época no sea prohibir ni señalar, sino atrevernos a imaginar una vida sin alcohol. Descubrir que la autenticidad, la alegría y hasta la rebeldía caben en un vaso de agua, en un abrazo sincero o en una risa compartida. Tal vez ahí empiece la verdadera libertad: en elegir vivir sin disfraces y comprobar que la vida, sin adicciones, también sabe bien.