(Segunda parte de “CER o no CER, esa es la cuestión”)
Tras el primer artículo sobre el método CER y la gestión de los gatos comunitarios, ahora doy un paso más: mirar de frente el conflicto, reconocer su complejidad y apostar decididamente por consensos que den lugar a soluciones éticas, prácticas y viables.
Este no es un debate para imponer una verdad, sino para resolver un problema que lleva medio siglo creciendo sin una respuesta eficaz. No podemos permitirnos que se convierta en una guerra de egos ni delegar su desenlace a lo que digan los jueces. Lo que necesitamos es sentar en la misma mesa a administraciones, científicos (incluidos los veterinarios), protectoras y ciudadanía para acordar un plan que funcione: que proteja la fauna silvestre, respete el bienestar animal y se pueda aplicar de forma eficaz y sostenible.
Porque el reto de los gatos comunitarios en Gran Canaria no es solo técnico o legal; es, sobre todo, un choque de concepciones de la vida. De un lado, quienes priorizan la biodiversidad por encima de todo; del otro, quienes centran su mirada en el bienestar de cada animal. Y entre ambos, demasiadas veces, un diálogo que se rompe para convertirse en enfrentamiento, olvidando que en un asunto tan complejo y con tantos años de retraso, la única salida real pasa por la cooperación.
En 2019 se firmó un pacto por el bienestar animal que preveía, entre otras muchas cuestiones, reuniones de coordinación entre todas las partes implicadas. Seis años después, esas reuniones no se han celebrado. Hemos perdido un tiempo precioso en el que la población de gatos comunitarios ha seguido creciendo y la presión sobre la fauna silvestre ha aumentado. No ha habido una mirada ambiciosa ni integral para resolver el problema de raíz. Se han atendido las consecuencias, pero no las causas: abandono, irresponsabilidad de particulares y administraciones, falta de campañas masivas de esterilización, ausencia de control y de educación ciudadana, etc.
Si no se atajan estas causas, cada año seguirá entrando en el “sistema” un número enorme de nuevos animales, muchos de los cuales acabarán abandonados, reproduciéndose y, en demasiados casos, sobreviviendo en el medio natural, con el consiguiente impacto sobre especies autóctonas.
Aquí, en Canarias, el reto es inmenso. El clima permite que una gata pueda parir dos veces al año, con camadas de tres a seis cachorros. Estamos hablando de decenas de miles de gatos comunitarios. Ante esta realidad, detener las campañas de esterilización ha sido un error gravísimo. El método CER (Captura, Esterilización y Retorno) no es perfecto, pero es la única estrategia que, aplicada de forma masiva y constante, ha demostrado reducir la población sin matar. Suspenderlo no solo está agravando el problema, sino que ha incrementado el número de animales y, con ello, el daño a la fauna silvestre y el gasto público a largo plazo.
Para mí, no es sorprendente que tengamos una relación muy distinta con el gato que con la serpiente o la rata. El gato lleva miles de años conviviendo con nosotros, primero como controlador de plagas, después como compañero de hogar. Ha compartido nuestro espacio doméstico, nuestras costumbres y hasta nuestro imaginario simbólico. Esa cercanía genera un vínculo emocional que no existe con otras especies introducidas. Además, las colonias felinas están gestionadas y cuidadas por personas concretas, con nombres y apellidos. Esto hace que cualquier medida letal genere un rechazo emocional y político inmediato.
Y aquí entra la dimensión ética: vivimos en una sociedad que, afortunadamente, no tolera la muerte masiva de animales sin haber explorado antes otras alternativas razonables (y menos aún con métodos crueles). Lo vimos con las cabras asilvestradas: se optó primero por lo fácil, pegar tiros, y el rechazo social fue enorme. Se propusieron métodos más lentos, pero menos traumáticos, y el conflicto disminuyó. Quizá estos requieran más tiempo, pero en muchos casos no solo vale la pena, sino que es la única manera aceptable.
Porque hoy empezamos por los animales, y mañana, ¿dónde ponemos el límite? ¿Acaso acabaríamos también con las personas que no “sirvan” para la sociedad, con quienes no piensan como nosotros o con los migrantes que intentan llegar a nuestras costas? La ética importa, porque marca la frontera que nos separa de justificar cualquier eliminación en nombre de un bien superior mal entendido.
Pero más allá de lo afectivo y de lo ético, hay un hecho: en este tema ningún escenario será ideal. Tendremos que elegir la opción realista, viable y menos mala, la que permita alcanzar la mayor parte de los objetivos, sabiendo que no todos se podrán cumplir. Para ello, no basta con la biología o la normativa ambiental. Sin la participación ciudadana y las otras ciencias, la psicología, la sociología o la educación social, volveremos a fracasar.
Los problemas ambientales están interconectados: si cada ciencia busca su objetivo sin mirar al conjunto, la gestión quedará incompleta y, por ello, será un fracaso. No se alcanzarán los objetivos y se generarán nuevos conflictos, porque cualquier decisión tomada desde una sola óptica (por muy sólida que parezca desde un laboratorio o un despacho) puede tener consecuencias imprevisibles y graves sobre el terreno.
Este conflicto no debe resolverse en un juzgado como un simple pulso jurídico entre dos marcos legales: por un lado, la Ley de Bienestar Animal, que protege a los gatos comunitarios; por otro, la normativa de biodiversidad, que busca salvaguardar a la fauna silvestre y autóctona. La respuesta no está en que una ley “gane” sobre la otra, sino en sentar a todas las partes implicadas para diseñar un plan común que permita cumplir ambas, proteger a todos los animales y conservar nuestros ecosistemas de forma eficaz y sostenible.
Es urgente convencerlos de la necesidad de un acuerdo, escuchar todas las voces y diseñar un plan común. Y ahí está la gran oportunidad: demostrar que en Gran Canaria somos capaces de afrontar y resolver problemas complejos, que podemos pasar del conflicto al consenso y ser un ejemplo de cómo se hacen las cosas bien.
Si lo logramos, podremos convertirnos en un referente internacional en la gestión ética y eficaz de un problema que es mundial. Podemos demostrar que hay otras formas de hacerlo, con inteligencia, empatía, inversión bien dirigida y método científico.
Está claro que habrá que gastar mucho dinero, pero la diferencia está en si lo hacemos con cabeza, método y visión de futuro… o si lo hacemos por ocurrencia, prejuicio o idea fija que no garantiza ningún éxito.
Por eso es urgente que se convoque ya una mesa de trabajo con todas las partes implicadas: autoridades del Cabildo y de los ayuntamientos, responsables de biodiversidad, veterinarios, biólogos, protectoras, expertos en lo social y personas con experiencia en gestión ética de colonias. Solo así podremos diseñar un plan que sea legal, ético, eficaz y asumible.
Porque conservar lo valioso exige decisiones difíciles, sí, pero también inteligencia, empatía y responsabilidad compartida. Y esa responsabilidad empieza con la humildad de sentarnos juntos, entender las diferencias y transformarlas en soluciones que funcionen para la biodiversidad, para el bienestar animal y para la convivencia en nuestra isla.