¿Cómo será el mundo después de Palestina?

Lo que ocurre en Palestina no es una guerra entre dos ejércitos: es la aniquilación de un pueblo entero. Se asesina a civiles, se arrasan ciudades completas, se expulsa a familias de sus casas y se las obliga a huir sin nada. Muchos niños son ejecutados de forma cruel y se justifica diciendo que “algún día serán terroristas”. Con esa excusa se pretende normalizar lo injustificable: vaciar la tierra para quedarse con ella. Israel lo hace con respaldo diplomático y militar de EEUU, y lo más grave es que ocurre con impunidad. No es solo una masacre: es la ruptura del último acuerdo moral que mantenía a la comunidad internacional.

No es la primera vez. En Sudán, miles de personas son asesinadas; en Etiopía se documentan violaciones sistemáticas; en Ucrania los bombardeos acaban con hospitales y escuelas; en Myanmar los rohingya son expulsados; en Burkina Faso comunidades enteras son masacradas; en Siria... y en América Latina, líderes indígenas y defensores del medio ambiente son asesinados para abrir paso a intereses económicos. La barbarie se repite en distintos rincones del mundo y, con demasiada frecuencia, mientras el resto del planeta mira hacia otro lado.

Y esa pasividad es lo más inquietante: comprobar cómo la vida global sigue como si nada mientras un pueblo es destruido en directo. No es solo indiferencia: es complicidad.

Porque detrás de estas tragedias hay intereses económicos y de poder. Mientras miles de personas mueren, la industria militar hace negocio. En 2024, las empresas de armas israelíes exportaron más de 14.800 millones de dólares. Estados Unidos mantiene un plan de ayuda militar por 38.000 millones hasta 2028. Alemania ha autorizado ventas por más de 485 millones de euros desde el inicio de los bombardeos, y Reino Unido sigue suministrando piezas y sistemas. Cada misil lanzado es un negocio para alguien. Palestina no es solo una tragedia humana: es también un escaparate donde se prueban armas que luego se venden a todo el mundo.

José María Aznar lo resumió en términos estratégicos: “si Israel pierde lo que está haciendo, Occidente estaría al borde de una derrota total”. Con esa frase defendía la idea de que aquí se juega algo más que un territorio: se juega la influencia de un bloque político-militar. Y a partir de ese marco se entienden muchas de las respuestas que legitiman o niegan la catástrofe.

En España, Isabel Díaz Ayuso ha hecho de su relación con Israel un eje de su discurso y lo ha vinculado a intereses económicos y de imagen para la Comunidad de Madrid. Llegó a decir que “cerrar las puertas a Israel es cerrar las puertas al mundo”, y ha retirado símbolos de solidaridad con Palestina en centros públicos. En su lógica, lo que prima es proteger la marca de Madrid —inversión, eventos, patrocinios— aunque eso implique minimizar una tragedia humanitaria. Lo que se protege no es la vida, sino el negocio.

Y explicado aún más claro: los que apoyan esto siempre lo justifican igual. Dicen que sin Israel, Occidente estaría perdido. Otros apelan a la seguridad: “hay que acabar con Hamás, cueste lo que cueste”. Detrás hay dinero: contratos de armas, acuerdos militares, intereses energéticos. Y en los grupos más radicales hablan sin rodeos: los palestinos “son unos salvajes, hay que aniquilarlos”. Así, con esas excusas —seguridad, poder, negocio— se intenta hacer parecer normal algo que en realidad es un genocidio.

Lo que está en juego es el rostro desnudo del imperialismo y del capitalismo en crisis. El imperialismo porque un bloque de potencias se siente con derecho a decidir qué pueblos deben existir y cuáles no. El capitalismo porque, cuando necesita mercados, se alimenta de la guerra: cada bomba abre una oportunidad de negocio, cada reconstrucción es un contrato para unos pocos.

Las instituciones que debían frenar esto se muestran impotentes. La Corte Penal Internacional y los tratados de derechos humanos que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial parecen hoy meras sombras. La ONU solo sirve para retratar mayorías morales, pero no para frenar masacres. El “nunca más” se ha convertido en un eslogan vacío.

Rusia ya rompió las reglas con la invasión de Ucrania; eso fue una advertencia. Pero lo que ocurre ahora en Palestina supone un salto: la destrucción masiva del territorio y de su población ha cruzado una línea: ya no solo miramos hacia otro lado, sino que, en muchos casos, legitimamos la barbarie. Ese punto de inflexión lo cambia todo.

La ley del más fuerte no empieza ni termina en Palestina: políticos como Donald Trump ya muestran descaradamente que entienden la política como un reparto de territorios.

¿Qué pasaría si mañana una de esas grandes potencias apoyara a Marruecos para quedarse con Ceuta, Melilla o Canarias? Si hoy aceptamos que la fuerza cuenta más que la ley, mañana ese vacío legal puede volverse contra nosotros. Nadie estaría a salvo.

Y aunque no se produzcan invasiones, Canarias puede sufrir las consecuencias. Nuestra economía depende casi por completo del turismo. En un mundo inestable —con Europa gastando miles de millones en armas y con miedo a conflictos— el turismo se resentirá: vuelos más caros, menos viajeros. Alemania, Reino Unido y otros mercados emisores reducirán viajes y, sin necesidad de batallas, nuestra economía puede hundirse: paro, pobreza y desesperanza.

Muchos nos preguntamos ahora: ¿habrá más guerras?, ¿acabaremos en una Tercera Guerra Mundial?, ¿parará aquí la violencia o seguirá expandiéndose? Lo cierto es que Palestina marca un precedente: si un Estado puede exterminar a un pueblo entero sin consecuencias, otros seguirán el mismo camino. Rusia ya lo hace en Ucrania. Otros observan y aprenden.

No hablamos de ciencia ficción: ya estamos en una guerra mundial fragmentada, con múltiples conflictos que arden a la vez.

Por eso la pregunta no es retórica: ¿cómo será el mundo después de Palestina? No es catastrofista pensar que será un mundo más inseguro, donde la fuerza militar pese más que la ley, donde las instituciones internacionales sean irrelevantes, donde los pueblos pequeños vivan con miedo a ser borrados del mapa, donde el negocio se imponga a la vida. Ese futuro ya se está escribiendo.

¿Qué podemos hacer? Al menos una cosa: no ser cómplices. Votar a partidos que defiendan el derecho internacional y no los intereses de unos pocos. Exigir gobiernos que no actúen de espaldas a los valores de la ciudadanía. No podremos detener todo de golpe, pero sí podemos poner un límite: negarnos a legitimar la barbarie.

De Palestina no quedará nada: solo un pueblo reducido, después de tantas muertes, y condenado al exilio. El Estado palestino, en ese territorio, ya no tendrá lugar: Israel y Estados Unidos se encargan ya de repartírselo.

Este corazón, envuelto en la bandera de Palestina y rajado en el centro, es la mejor metáfora de lo que vivimos. No es solo la herida de un pueblo: es la herida de la humanidad entera. Porque cuando se normaliza la barbarie, se apaga el latido común que nos hacía humanos y nos mantenía unidos.