Hay palabras que hieren más que un diagnóstico. Cuando alguien dice que el autismo es una enfermedad o una cruz, no solo se equivoca: está poniendo un peso innecesario sobre millones de personas que lo único que hacen es vivir de manera distinta.

Donald Trump lo ha vuelto a demostrar con sus últimas declaraciones. Ha dicho que tomar paracetamol durante el embarazo “provoca” autismo y, como si no fuera suficiente, ha hablado de una supuesta “cura” con otro medicamento que promociona.

No es una simple metedura de pata. Es un ataque a la dignidad de quienes conviven con esta condición y a la serenidad de sus familias. Porque el autismo no es una enfermedad. No es algo roto que haya que reparar. Es, simplemente, otra manera de ser.

La ciencia lo dice claro: no hay pruebas que relacionen el paracetamol con el autismo. El mayor estudio realizado, con más de dos millones de nacimientos, lo confirma. Tampoco existe una cura milagrosa. Ni falta que hace. Lo que sí hace falta es dejar de vender humo y de alimentar prejuicios que hieren más que cualquier diagnóstico.

El problema de fondo no es solo la mentira científica. Es la mirada equivocada que convierte a las personas autistas en enfermas, en “cruz” para sus familias, en ciudadanos de segunda. Y no es verdad. Muchas personas autistas llevan una vida plenamente independiente: estudian, trabajan, se enamoran, forman proyectos y son felices. Otras necesitan apoyos específicos, como cualquiera de nosotros puede necesitarlos en distintos momentos de la vida.

Es fácil de entender si lo miramos con ejemplos cotidianos. Algunas personas necesitan gafas para ver bien, otras rampas para entrar a un edificio, otras un audífono para escuchar. Con el autismo ocurre igual: hay quien requiere apoyos para comunicarse mejor, para organizarse o para comprender ciertos entornos. Eso no los hace menos válidos, los hace simplemente parte de la diversidad humana.

Por eso familias, profesionales y asociaciones no han tardado en responder. En Estados Unidos, la Autism Science Foundation ha mostrado su preocupación. En España, Autismo España ha recordado que estos mensajes generan miedo y confusión, y ponen en riesgo todo lo avanzado. Lo dicen con claridad: no necesitamos falsas curas, sino recursos reales, servicios de calidad, diagnósticos a tiempo y entornos accesibles.

Y aquí conviene detenernos en el lenguaje. Solemos hablar de “inclusión” como si la sociedad fuera un club exclusivo y a las personas diferentes se las dejara entrar por cortesía. Pero la verdad es otra: la sociedad ya es de todas las personas. Nadie tiene la llave. Lo que necesitamos no es inclusión como favor, sino accesibilidad universal: colegios, trabajos, calles y servicios pensados para que cualquiera pueda participar.

Porque cuando un colegio no tiene apoyos suficientes, cuando una oficina pública no es accesible, cuando una empresa no adapta su entorno, el problema no está en la persona, sino en la sociedad. La exclusión no nace del autismo, nace de las barreras que seguimos levantando.

Trump, con sus palabras, no solo confunde: también convierte la esperanza en negocio. Hablar de “cura” es abrir un mercado y cerrar puertas a lo que de verdad importa: los derechos. Lo doloroso es que, mientras tanto, las familias siguen luchando contra el estigma, explicando una y otra vez que sus hijos no están enfermos, que no necesitan milagros, que lo único que piden es respeto y oportunidades.

Algunos se alarman porque cada vez se diagnostica más. Pero no es una epidemia. Es que ahora miramos mejor, detectamos antes, entendemos más. La prevalencia actual —una de cada treinta niñas y niños— no debería asustarnos, debería recordarnos que la diversidad forma parte de lo humano. El verdadero reto es cómo respondemos: con miedo y prejuicio, o con apoyos y justicia.

La pregunta no es si hay una cura. La pregunta es: ¿cómo garantizamos que cualquier persona, sea cual sea su condición, pueda vivir con dignidad? La respuesta no está en un medicamento milagroso. Está en colegios preparados, empleos accesibles, barrios amables, servicios públicos que no dejen a nadie atrás.

El autismo no es un enemigo. No es un castigo. No es una cruz. Es simplemente otra manera de ser. Lo que hiere no es la condición, sino la mirada que insiste en convertirla en tragedia.

La verdadera cura está en la empatía, en la información rigurosa, en la accesibilidad, en escuchar a quienes viven esta realidad cada día. Y ellos lo repiten con una claridad que no deja lugar a dudas: no queremos compasión ni milagros, queremos derechos, apoyos y respeto.

Ojalá algún día dejemos de hablar de “inclusión” como un favor. Ojalá entendamos que la sociedad ya es de todas y todos. Ese día habremos dado un paso enorme: dejar de ver el autismo como algo extraño y empezar a verlo como lo que es, una parte natural y valiosa de nuestra humanidad común.

Y entonces, tal vez, descubramos que la verdadera riqueza de la vida no está en la uniformidad, sino en esa diversidad que nos enseña cada día que hay mil maneras de sentir, de mirar y de existir.